Una
campaña de los años sesenta partía de ese lema,“piense en los demás”, reclamando respeto y consideración con el
de al lado.
Hoy
parecería una antigualla evocar formas, educación, urbanidad, cuando con las
mejores maneras, el mejor semblante y la ropa más cara, personajes con cargo público
han ido cometiendo variados delitos de porcentaje con exquisito refinamiento. El
pensar en los demás referido a cuidar de no molestar con ruidos, o ceder el
asiento en el autobús, ha dado paso en monsergas obvias acerca de lo
inconveniente de apropiarse de fondos públicos que hubieran podido destinarse a
hospitales, una vez que fueron deslegitimadas por ideológicas campañas éticas a
lo Kant. Y menos a lo Spinoza.
En lo que todos parece que estamos de acuerdo
es en que algo hay que hacer para poder viajar en un tren sin que el de al lado
ose hablar a voces por su querido teléfono. Algo habría que hacer para poder
correr por nuestros parques sin que un perro nos asalte o pasear tranquilamente
sin pisar sus desperdicios. Algo convendría inventar para no tener que sufrir conversaciones
de las otras mesas en un restaurante. Y algo cada día más insoportable para
demasiada gente, el atroz espectáculo de niños y padres discutiendo en los
escenarios públicos más variopintos, especialmente en esos momentos de remanso
y paz donde la mayoría está leyendo un libro, y la llegada de un solo rapaz y
sus dos avezados admiradores pone fin al concierto de vida interior que se
estaba celebrando.
Un
joven educado, que cede el paso, habla en voz baja, da intermitentes, calcula
si puede perjudicar a alguien, pierde su tiempo en ayudar anónimamente, tiene
en cuenta al otro y que no todo vale, y sobre todo, acepta por doloroso que sea
para su ego, que finalmente los demás existen, sería un joven
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