De todos los robos que podemos perpetrarnos a lo
largo de nuestra vida, sin duda el peor
es cuando nos robamos la alegría, la ilusión, el deseo.
Sartre
decía de Jean Genet (en San Genet,
comediante y mártir) que robaba
alegremente. Decía de él que en un primer tiempo era un “ladrón poético”, un príncipe
del mal. Pero quien nos roba nuestra alegría es un triste, que de ese modo,
en la operación, trata de hacernos a todos iguales, los mismos en la tristitia. Es un príncipe de la tristeza. Para sacar adelante su operación arguye
que ilusionarnos no sirve de nada, puesto que después viene la decepción, que
tener deseos conduce al descontrol, por ello mejor ceñirnos a cubrir las
necesidades, y también que mostrarnos alegres es ignorar que hay que tomarse
las cosas con más seriedad, como si fueran incompatibles.
Siendo
verdad lo que Benedetti dejó escrito en su poema, que hay que defender la
alegría... también de la alegría, siendo verdad que ya sabemos que la ilusión
es un trampantojo, y conociendo que los deseos nos perturban pues nos muestran
lo mucho que nos falta, no es menos cierto que una vida vivida bajo la égida
del reglamento y que expulsa el deseo (incontrolable), la alegría
(desbordante), y la ilusión (engañosa) no es una vida sino sombría.
Ocurre que ladrones podemos llegar a ser todos
en algún momento, si nos contagiamos de una atmósfera mortecina, repetitiva,
aburrida, previsible, y así, nos parece normal robarles a los niños, por
ejemplo privándoles de que pasen horas y horas jugando alegremente en la calle,
como hicimos nosotros, o imponiéndoles el deseo de saber a base de notas y
evaluaciones.
La atmósfera deseante debería de ser el
hábitat natural de una ciudad, de una familia, de un colectivo cualquiera, de
toda institución social. Una atmósfera creativa donde circulen el deseo, la
alegría, la ilusión puede ser la mejor alarma
social anti-robos.
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