Me alegra mucho oír de alguien, tenga la
edad que tenga pero especialmente si es joven, que ha comenzado a escribir un
Diario. Siempre denota una cercanía a la subjetividad, y una mirada a la luz
interior, presagio del mejor viaje exterior. Muchos adultos cuentan que
iniciaron su Diario en la adolescencia, aunque luego lo abandonaran. Pero al
evocar sus coordenadas coinciden por lo común en que iniciar un Diario se debía
a la necesidad de decir la verdad.
«Falsedad del diario íntimo. No dice toda la
verdad. Es confidente del sufrimiento y no de la felicidad», dice Amiel,
profesor ginebrino (1821-1881), hombre que pasó inadvertido, pero hoy
considerado el inaugurador del género. «¡Ah!, cuántos sueños; es lo mejor que
hay», así comienza el Diario de André
Gide, y es cierto, cuando un joven empieza a escribir un diario lo hace sin
saber nada de la vida, pero al decir del Premio Nobel “brinca de impaciencia de arrojarse a ella”, como a él mismo le sucede, incluso cuando
años más tarde escribe Et nunc manet in
te, más un breve suplemento a Si la
semilla no muere titulado Diario
íntimo.
Está también El Diario (1837-1861) de Henry Thoreau, comenzado a escribir a los veinte
años, un auténtico soplo de aire fresco. Thoreau marchó a vivir en soledad a un
bosque junto al lago Walden en Massachusetts, y de ese encuentro con el latir
profundo del bosque, de la naturaleza, surge este Diario. De todas las cosas
inexplicables y extrañas, dirá, llevar un diario es la más extraña, para
sorprenderse de que «si hago un esfuerzo enorme por sacar a la luz mis bienes
más íntimos, el mostrador aparece abarrotado con materiales pobres y caseros».
Capaz o no del bien decir, capaz o no de
transmitir los sueños, la impaciencia de arrojarse a la vida, la belleza, lo
cierto es que un Diario muestra ese perenne deseo humano de hacer social lo
íntimo. De fracasar cada vez mejor en el intento de nombrar la verdad.
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