El encuentro con gente bondadosa siempre me
ha resultado un alivio, un respiro, un oasis en medio de los disgustos de la
vida productos de las maledicencias, los circuitos de la envidia, las
animadversiones. Y he tratado de indagar en las auténticas razones de esa su
bondad, del por qué de esa resistencia tenaz en medio de la invitación
constante a pasar al lado oscuro y penetrar en el recinto de esa lucha feroz
contra alguien, por puro prestigio. Entonces es cuando he ido descubriendo que
la bondad nunca se da en estado puro, sino que va aderezada siempre con algún
ingrediente, con algún compañero de viaje que incluso el propio sujeto
bondadoso desconoce. En no pocas ocasiones esa bondad viene acompañada de un
dosis elegante de tristeza y rendición ante lo imposible del trato con lo peor
de lo humano.
En esto leo a Trapiello: bondad y amargura
es una combinación mortal. Lo escribe en uno de sus diarios, El gato encerrado. Lo dice referido a
Gerald Brenan, que acababa de morir, y que solía evocar cómo su vida se parecía
a la de otro escritor, sólo que el otro, decía, había triunfado. Trapiello
remacha, si un escritor es una buena persona debe cuidarse de la amargura.
Quizá lo podamos extrapolar y colegir que es
mal acompañante del bondadoso la acedía, pues al recluirle en esa rumiación a
fuego lento que rememora la lista de traiciones de los traidores, de insultos
de los insultadores, de miserias de los miserables, en fin, de faenas mil de
quien goza de herir al de al lado, ya no hay bondad a desplegar. Claro que
entonces hay que concluir que la bondad ha de ser ciega y olvidadiza, porque si
es leída y viajada, sabrá de la maliciosa afición humana, y recordará cómo se
aprovechó del incauto bondadoso que ocupara sus tiempos en hacer feliz a los
cercanos.
Ciega y desmemoriada, la bondad de las
gentes es un alivio, un respiro.
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