Pregón de las fiestas de VERTABILLO (Palencia)
16 de septiembre de 2016
Elogio de la conversación
He encontrado una puerta de entrada para este Pregón. Es un recuerdo de las
fiestas de Vertabillo del año pasado. Finalizó el Pregón, y fuimos invitados a
un lugar a comer y beber un poco. Era y es una tradición que tras hablar, venga
el comer. Incluso a los pregoneros se les suele decir que sean breves. El mes
pasado me lo dijeron, con motivo del Pregón que me invitaron a dar en el Casino
de Palencia con motivo de los Sanantolines, que fuera breve, porque después
venía un cóctel y eso era lo importante. Me lo dijeron en broma, claro. Pero
resulta que los psicoanalistas estamos advertidos de que las bromas, los
chistes, las ironías, traslucen una verdad siempre.
Pero observé en el Postigo, en la invitación
del Ayuntamiento, que había todo un pueblo, e invitados como nosotros, que no
hacían más que hablar y conversar. Cuando logré zafarme de la comida para dar
una vuelta por Vertabillo, que estaba muy bonito en la noche, y mientras iba
por sus calles, observé a vecinos hablando entre sí a las puertas de las casas,
a veces sentados en sillas, o que se cruzaban y seguían la conversación. Creo
entonces haber encontrado algo para ofrecérselo como Pregón este verano de
2016.
Una
fiesta es una gran conversación. Y la conversación, sea pequeña o grande,
requiere de ingredientes como un gran deseo de lazo social, de reunión.
Nuestras sociedades para sostener el consumo precisan de una cierta
fragmentación en este su funcionamiento moderno. Requieren un individual modo
de consumo, una particular relación con los objetos que causan satisfacción. De
ciudadanos podemos ir mutando a consumidores. No hay más que ver a un individuo
de nuestro tiempo, solo, en unos grandes almacenes, presto a comprarse algo,
para comprender esa peculiar relación de los sujetos con sus objetos. Cuando
acudimos a una fiesta sabemos que estarán presentes elementos habituales de la
vida social, especialmente la mirada, y nos preparamos para ello lo mejor que
podemos. Pero necesitamos que en toda fiesta tarde o temprano aparezcan las
palabras, y entonces descubrimos que si hay buena conversación, el resto suele
dar igual. Si hay palabras hay fiesta, la mirada no es suficiente, la acrobacia
o el baile tampoco, hace falta contarlo, hablar de ello, hace falta conversar.
Una fiesta es un modo de gran conversación.
También la vida en el interior de las familias puede ser una gran conversación. También
podemos reducir la conversación a un diálogo de cosas cotidianas y
superficiales que impiden sostener una gran conversación en el tiempo con la
pareja, los hijos, los parientes. Llamamos gran conversación para diferenciarla
de la pequeña conversación justamente cuando logramos que desfilen
sentimientos, pesares, recuerdos, anhelos, presentimientos, debate y por
supuesto, silencio, silencios muy elocuentes.
El
silencio es una de las conversaciones que más practico. Mi profesión se
basa precisamente en eso, en escuchar en silencio. Y ese silencio puede ser a
veces muy hondo, muy profundo, interminable, pero muy necesario. Porque aun cuando
el silencio tiene mala prensa, y se piensa que si hay silencio hay pérdida, nada
nos dice que sea así. El silencio es imprescindible en todas las prácticas: en
la música, en el teatro, en el encuentro amoroso, cuando damos un último adiós,
como tiempo elegante en la disputa entre amigos, como modo de cicatrizar
heridas, como acierto de las madres y de las parvulistas que silenciando su voz
encuentran que el pequeño infante puede tener ocasión de decir algo, cuando de
otro modo nunca podría romper a atreverse a hablar. El silencio merece nuestro
elogio si forma parte de la conversación, y es su aliado.
El
ruido, sin embargo, no es conversación. Se puede hablar mucho y no decir
nada, y se puede meter mucho ruido y llenar de bla/bla las escenas para
finalmente no hallar el modo de conversar. En nuestra latitud, el ruido,
desgraciadamente nos acompaña, somos la parte de Europa más ruidosa. Basta con
estar en un restaurante o viajar en tren para comprobar que somos europeos
estridentes, mientras que en otros lugares de Europa hay más gusto por la
conversación sin ruido, la conversación que no silencia otra conversación
cercana. Es una de nuestras asignaturas pendientes, convencer a los más jóvenes
que practiquen un estilo de conversación que sepa diferenciar conversación de
ruido.
El
tren es un lugar donde se frecuentaba la conversación. Durante años viajé a
París cada mes en el tren nocturno que salía de Madrid. Hablar con desconocidos
inaugura una conversación distinta. A veces inolvidable, pero con punto final. Y
ese sí que es un punto difícil, cómo encontrar el punto de límite a una
conversación. He escuchado a gentes que me han contado su problema para
finalizar las conversaciones. Pero también el duro problema para algunos de
iniciarlas. Existen grandes expertos sociales, grandes maestros en entablar
conversación, que hablan con todo el mundo y los hay más selectos, que
únicamente conversan con quienes tienen verdadera confianza.
Pero hay que avisar de los peligros de la conversación: citaré
solo uno, la muerte del secreto. El secreto es un gran bien para nuestra salud,
para nuestra salud de vida en el pueblo, para la vida de pareja, para la buena
educación. El secreto hay que defenderlo con uñas y dientes como una conquista
que nos permite obtener del otro la distancia adecuada como en la metáfora del
cuerpo espín. Se acercan cuando tienen frio, pero como se pinchan han de
alejarse, y de nuevo se vuelven a juntar. De esa pasta estamos hechos: nos
necesitamos mucho los unos a los otros, pero si nos acercamos demasiado nos
molestamos, entramos en el territorio de seguridad de cada uno de nosotros, que
no es sino el de la mentira civilizadora que nos permite vivir, el de la
máscara necesaria y diplomática que nos permite no invadirnos unos a otros. La
conversación buena ha de tener cuidado de no obligar a soltar el secreto si no
se desea hacerlo. Tampoco es bueno obligar a desentrañar un secreto cuando
justamente estaba al servicio de una buena construcción defensiva en
determinadas personalidades más frágiles. Y de todos los secretos el más
amenazado es el que existe en el interior de la pareja, pues ha corrido la
especie moderna de que hay que decírselo todo, que es prueba de confianza, y
ciertamente, el secreto, el que cada quien define como tal, ha de ser
preservado para la convivencia educada, y respetuosa. La conversación debe
respetar el secreto tanto como el derecho al silencio.
He de decir que después de muchos años
de trabajo como psicoanalista y como viajero y de haber tenido responsabilidades
desde muy joven con jóvenes, me ha quedado un síntoma: mantengo un terror a
toparme con el pelmazo que no calla. He ido desarrollando un arte del
camuflaje por la calle mayor palentina muy favorecido por las columnas que
permiten circular vadeando la figura del pelmazo
que no calla. Esta figura, la de quien no logra captar cuál es el momento
de callar y pasar a la escucha, es una figura que no ha de confundirse con la
del pesado. El pesado, el que te para por la calle, puede ser de la estirpe muy
frecuente del preguntón, avis muy
nociva, pero no tiene por qué ser de la clase de los pelmazos que no callan. Estos, gozan con el verbo, y gozan con
el laberinto y el rodeo, con la hipérbole y la narración sin fin, con la
anécdota y sobre todo con el cotilleo. Zafarse requiere astucia, pues el tiempo
les ha ido advirtiendo de que les huyen los otros. Cuando aparece entre quienes
me visitan, suelo decirme que es absurdo intentar nada original, pues el pelmazo que no calla, pertenece a la
serie de los incurables, y que cuando toca tener cerca en la vida a alguien
así, desde luego, es claro colegir que no se puede sino aguantar. Y que han
hecho mucho por destruir el noble y bello arte de la conversación.
Hay un tipo de conversación muy nociva
también. Es el rumor. Primo hermano
de la maledicencia, el rumorista
ofrece un catálogo donde lo que vende es humo, pero humo que hace daño, y que
hace sufrir mucho. Propagar un rumor hace mucho daño a las gentes sencillas, o
a quienes se exponen en su vida social, y son sinceras. Y también a quienes
despiertan envidias, simplemente por existir. Ese asesinato imaginario del
otro, de su reputación, más allá de que pueda ser perseguible por nuestras
leyes, he comprobado que deja una huella indeleble que no borra el tiempo. Es
un incendio que alguien inicia. Pero el pirómano, lo que quema es también la
convivencia, y la ilusión de que vivamos unos junto a otros, sabiendo que nos
necesitamos. Es el incendio de la desconfianza, la peor arma para la
conversación y la vida en sociedad, pues todo nuestro edificio social político
y económico está basado en la confianza de unos en otros. Cuando se siembra la
desconfianza entonces nos volvemos huraños y nos ensombrecemos, y nos recluimos
en casa, sin fiesta, es decir, sin encuentro con los otros.
Y la conversación también puede derrotar
a esa experiencia básica que es la
soledad. Como sentenció Lord Byron, salimos a la calle a renovar el apetito
de soledad. Deseamos abandonar esa soledad, que a veces defendemos mediante la
escritura, y salimos a desear de nuevo regresar a casa. Como en casa no se está
en ninguna parte, se dice. Pero también se escucha que la casa asfixia, y hay
que salir. Salir es la palabra que más dicen los adolescentes enredados como
están en su particular laberinto. La conversación, y la fiesta no debe anular
la soledad. También la fiesta debe acoger a los solitarios reunidos, a esos jóvenes que no acaban de encontrar del
todo el lazo social más próximo y le buscan en la Red.
Y la conversación también aleja a las gentes que fracasan. Decía Juan Benet
que la Constitución española debía decir, simplemente: “El Estado español
garantiza al español su derecho al fracaso”. Pero la conversación, la fiesta,
el circular de las palabras debe continuar también cuando nos visita el
fracaso. Pues el fracaso es noble, y pedagógico. Y humano. ¿Quién no ha
fracasado? Además esta sociedad si respetara más al fracaso, dejaría de
encumbrar al que triunfa y dejar que su ego no siguiera subiendo como la espuma
hasta esa vergüenza que nos rodea del éxito del sinvergüenza de cada telediario.
El fracaso quiere decir que lo intentamos. En la empresa, o en el amor, o en el
estudio. Por eso necesitamos incorporar a la fiesta y a la conversación también
a quien anda enredado en su singular fracaso para hablar de eso precisamente,
que el fracaso siempre es singular, y que hay que hablar de esa particular
manera de fracasar que cada uno de nosotros tiene, y además quitar de la cabeza
a los más jóvenes la estúpida idea de que tienen que triunfar.
Asimismo, la conversación a veces está reñida con la lectura. A veces
preferimos leer que salir a conversar con los otros. Pero leer es también
conversar. Es conversar con los escritores, muchos ya muertos, que nos legaron
sus libros. Se ha dicho que un libro es el mejor amigo. Pero también hemos de
saber que si leer no nos hace mejores y más proclives pues a ayudar al de al
lado, si leer no nos hace más sociales, más interesados por los asuntos de
todos, más insertos en la vida de nuestro pueblo, entonces hemos de pensar en
cambiar de biblioteca. Una buena biblioteca es la que nos conduce a la gran
conversación con quienes compartimos nuestro tiempo.
Nuestros
pequeños pueblos son el caldo de cultivo del amor a la conversación. No
comparto el pesimismo que ha entrado respecto al futuro de nuestros pequeños
pueblos. No participo de esa idea agorera y ceniza de que nuestros pueblos se
mueren. Antes al contrario opino que han sabido reinventarse. Y pondré un
ejemplo. Ortega y Gasset, el filósofo, en un viaje en tren en 1915, escribe: «Pocos kilómetros antes de llegar a Venta de
Baños está Dueñas, un pueblo atroz. Se alza en la caída de un cabezo con aire
de pueblo alerta. Es del color de la tierra». Como este hay muchos
testimonios en la literatura que no dejaban en buen lugar a los pequeños
pueblos y anunciaban el abandono y el éxodo a las ciudades. Pero hoy, mientras
estamos aquí para dar comienzo a unas fiestas, hay síntomas de que no va a ser
fácil dar por concluida la vida de los pequeños pueblos por los atractivos que
hoy presentan.
He vivido esta experiencia en mi casa
de pueblo en Tierra de Campos y ahora en Galicia, también en un pequeño pueblo
marinero, he vivido el gusto por el silencio y por la conversación tranquila y
sin prisas. Salir a la calle es salir a hablar. La frialdad de las grandes
ciudades chocan con la calidez de las conversaciones de las calles de nuestros
pequeños pueblos. Eso es uno de nuestros tesoros. Le escuché en Palencia al
escritor Bernardo Atxaga, que cuando se refugió en un pequeño pueblo para
escribir un libro, y se aisló de todo, en una ocasión tuvo que acudir al
médico. Vivía en un pueblo cercano, Villamediana. Y tenía que ir a Palencia al
hospital a una cita médica. Pero no tenía ni reloj despertador. Entonces le
pidió a su vecino, un señor ya mayor, uno. Y conduciéndole hasta su casa le
entregó un gran reloj, enorme, que tenía de mesilla, con estas palabras: “usted
debería tener un reloj así,… da mucha compañía”. Era el latir del tic tac de la
vida lo que acompañaba a aquel señor, como acompañan las estaciones a muchas
gentes mayores. Como ha escrito Manuel Cruz, las personas más envidiadas en las
residencias de mayores son las que más pueden conversar con amigos que los
vienen a visitar, mucho más que las personas famosas, las poderosas o las que
gozan de buena salud económica, quienes reciben más visitas. Las palabras y las
conversaciones, nos permiten verificar que no estamos tan solos, que nadie es
más que nadie, puesto que todos estamos bañados de palabras, que las palabras
nos dan una compañía idéntica al reloj de Atxaga, nos sostienen, nos acompañan,
nos curan, y nos hieren.
Y aquí es obligado referir al manantial de las conversaciones: a
nuestras madres. El lenguaje de los bebés, es inteligible solo para las
madres que conocen con sabiduría el lenguaje privado que ellas mismas mantienen
con sus bebés, sus estados, lo que quieren, su desazón o su llanto,
interpretable en un lenguaje cifrado que solo una madre sabe decodificar.
Cuando hablo con algún adolescente, adoptado, trato de que me hable en su
lengua materna, y muchos primero se niegan, pero a veces empujados por mi
interés descubren que esas palabras que circularon en su más temprana infancia
aún siguen ahí, y nos han servido en ocasiones para reconstruir elementos de su
historia subjetiva. Hace poco me contó Gamoneda, el poeta leonés, Premio
Cervantes, uno de los grandes poetas de nuestra tierra, que su madre le gastaba
bromas de muy pequeño, antes de los dos años, en bable, y que hace unos años se
dispuso a aprender más bable para ayudar a un músico de Oviedo a componer un
álbum de música con canciones asturianas populares y en bable. Y para su
sorpresa se encontró con que sabía más bable del que pensaba, en su expresión,
a la altura de su brillantez como poeta: “lo sabía pero no sabia que lo sabía”.
No sé si estará hoy aquí José Carlos Hidalgo.
El año pasado sí que lo vi. Quiero evocar un gesto que tuvo y del que fui
testigo hace unos meses, en mayo. Estaba en la estación de trenes de Palencia y
yo andaba preocupado porque mi madre iba a viajar en un tren a Madrid sola. Y
además era la primera vez que lo hacía tras la muerte de mi padre. La llevaba
para que pudiera acudir a la boda de mi hijo mayor. Mi preocupación se disipó
cuando José Carlos, que también viajaba con su madre y su hermano, sin
pensárselo dos veces, cambió de madre y se ocupó de la mía en un abrir y cerrar
de ojos. Cuando me alejaba de la estación, mucho más tranquilo, giré la vista y
comprobé que mi madre conversaba ya sin parar con José Carlos en el andén a la
espera de que le ayudara a subir a su propio vagón. Acostumbrados a que
nuestras madres se ocupen de nosotros durante todos los años de nuestra
infancia, y que pese a sus broncas en la mesa con el consabido argumento y
frase (siempre incomprensible para un niño) de: ¡Cierra la boca y come!,
acostumbrados a que nuestra madre se ocupe de nosotros mediante palabras, o con
el gesto simple que relataba Muset: «Yo
no sé por donde va mi camino, pero ando mejor cuando mi mano se aferra a la
tuya», en nuestra edad tratamos de ocuparnos de nuestras madres, si falta
nuestro padre sobre todo, usando ese mismo arsenal terapéutico: las palabras.
El fármaco tranquilizador por excelencia cuando sabemos juntar las palabras
adecuadas, en el orden correcto y en el instante decisivo. Un arte al que
algunas personas están bien dotadas, y también, como sabemos, un arte poco
conocido para otras muchas. No para José Carlos Hidalgo. (O al menos no para con
mi madre y ese día).
Quiero finalizar, al comienzo de unas
fiestas en este pueblo de Vertabillo, regido por quien estudió leyes y por
tanto, articulaciones de palabras, elogiando la conversación, la buena
conversación, recordando el peligro que acechan al uso de las conversaciones y
las palabras en nuestra época.
Hablar, se suele decir, no sirve para
nada. Hechos, se grita, hacen falta más hechos y menos palabras. Las palabras
se las lleva el viento. Salgamos a disfrutar y beber, no le busquemos las
vueltas, no mareemos la perdiz, fray ejemplo es el mejor predicador. Menos
hablar. Tómate la píldora y calla. Una imagen vale más que mil palabras.
Incluso en política, que podría ser una gran conversación de muchos, sostenida
en el tiempo y fructífera, y no una conversación de muy pocos y oscura, se ha
ido transmitiendo el malestar por el debate, por la discusión, por el contraste
paciente de pareceres, haciéndonos finalmente creer a todos que es mejor la
técnica que la política, y la política de las cosas antes que la política de
los sujetos. Ordine escribió un libro que tituló La utilidad de lo inútil, para demostrar precisamente que las
palabras, que las conversaciones, que la investigación sin prisa, que las
profesiones preñadas de palabras, como la mía, la del psicoanalista, tachadas
de inútiles, como la del filósofo, la del filólogo, la del poeta, tienen un
valor que hay que hacer ver y que hay que preservar.
Y que la conversación, la de la fiesta
de nuestros pueblos, que además acogen a los invitados para conversar, la de
José Carlos con mi madre en la estación una mañana de primavera cualquiera, la
de los alcaldes con los vecinos, la de las madres con sus hijos, la de las
parejas que se conocen pero respetan su secreto, la del escritor con sus
lectores, la del empresario con sus colaboradores, la del trabajador con sus
compañeros, la del funcionario con los ciudadanos, la del médico con sus
pacientes, esas conversaciones, si están presididas por la bondad y el humor,
permiten resolver mejor el asunto, humanizan y nos alejan de lo sombrío. En
realidad las buenas conversaciones son una fiesta permanente. Y si definimos el
amor como dar lo que no se tiene, y la fiesta, como dar lo que se tiene, desde
luego la fiesta con palabras son el mejor signo de amor, de las personas y… de
los pequeños pueblos.
Quiero desear una fiesta en Vertabillo
repleta de buenas conversaciones. Y quiero finalizar este Pregón con los versos
de un poeta, que pasa por ser uno de nuestros mejores poetas vivos. Antonio
Gamoneda en su libro Blues Castellano,
escrito a comienzos de los años sesenta, dirigido a lo propio del pueblo, capta
nuestro ser de castellanos cosidos a nuestra tierra, a la que amamos, y nuestro
espíritu resistente. Una de sus poesías se titula “Agricultura”, y dice así:
“Qué valdría
sin pisadas humanas
esta pobreza
que hace crujir la luz.
Qué sería la
belleza violenta
del secano sin
el corazón cansado
que piensa en
él: tierra comida
y mala soledad
frente al acero
mural de las
montañas.
Mirad, es bello
y es verdad: arriba,
el cardo blanco
y el centeno, ciegos,
vibran junto a
los pájaros, y luego
baja la tierra
sobre sombras rojas
hasta el poco
de agua y los negrillos.
Baja roída por
el sol, quemada
por el hielo
como el rostro humano
quieto y tajado
de dolor, que pasa,
mil veces pasa
por la tierra, duro,
con la
herramienta y el caballo viejo,
seco como su
amor, mil veces pasa,
toda la vida
mientras dura el día”.
Gracias y viva
Vertabillo!!
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