
Ciertamente el camino es
más apetitoso que la meta. Cuando la obtenemos, en cualquier aspecto de nuestra
vida, sentimos una cierta pérdida, incluso una tristeza. Llegar no interesa. Eso
pasa con algunas novelas, y con algunas películas, las que cuentan al menos una
historia. Lo que los guionistas de buenas series saben muy bien para mantener
enganchados a los espectadores.
Juan Benet decía que la
literatura no debía servir para hacer pedagogía, sino para entretener. Creo que
tenía razón porque la pedagogía es la pedagogía, y la literatura es la
literatura, y hacer que una sirva a la otra, estropea a las dos. Por eso, al
menos, buscamos deleitarnos con la buena novela, pasar un rato sumergidos en
otro mundo, como cuando quedamos atrapados por la mirada de un cuadro tratando
de hallar la mirada del pintor. En cierto modo, afortunadamente, es el triunfo
del romanticismo frente al realismo dogmático. No es romántico el ñoño, sino
quien persigue ideales, y eso requiere soñar.
Claro que para ello se
precisa también que el escritor sepa construir buenas écfrasis, especialmente
si son del tipo nocional donde únicamente existe en el lenguaje el objeto
visual que se describe. Eso nos lleva a lugares imaginados, a escenarios de
otro tiempo, a situaciones mágicas o a imposibles lógicos. Toda la caldera
imaginaria echando humo. Territorio perfecto para exclamar que todo es posible en Granada.
Parafraseando a Alberti y
su Arboleda perdida, creo que esta
imaginativa nivola (eco de Unamuno)
de Asier Aparicio busca algo perdido, y nos sumerge aún más en nuestra propia
búsqueda de los objetos que perdimos: los momentos inolvidables, los instantes
infinitos en que deseamos que el tiempo nunca hubiera pasado. En realidad si
consumimos tantos objetos es porque creemos hallar en ellos ese objeto perdido.
También por eso nos enamoramos.
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