Escribió Alfred de Musset
unas líneas que veo definitorias de niñez: «No
sé por dónde va mi camino, pero ando mejor cuando mi mano aprieta la tuya».
Quizá todo lo que se ha escrito sobre la niñez se reduzca a ese ignoto camino
junto a alguien a quien aferrarse. Y quizá ese y no otro sea nuestro auténtico
salvoconducto en la vida.
Niñez, (Calambur, 2016), de Antonio Gamoneda, con selección y
prólogo de Amelia Gamoneda, es un libro poético bello y elocuente en ese
sentido. Especialmente para quienes amamos esa niñez de esos niños que ya no
existen del todo, esos niños que se aferraban humildemente a una mano, desvalidos
o amorosos. Digo que ya no existen del todo porque la omnipresencia de las
madres que desean ‘disfrutar’ de sus
pequeños, compartidos entre un aluvión de parientes que se aprestan a dar la
mano sin que se la pidan, ha variado sustancialmente mi concepto de niñez.
Sufrimos una niñez de reyes autosuficientes, mimosos y
chillones, repletos de alimentos, juguetes, aplausos. Niños rodeados de bobalicones
adultos que toleran, jalean, ríen, y sobreprotegen hasta extremos que da
vergüenza ajena, impidiendo así que la niñez sea un banco de pruebas de las dificultades
de la vida, reduciéndola a un monólogo de artista que crece en la suficiencia,
el narcisismo, y el estrellato.
Y que mediante diversas coartadas sólo comenzará a
trabajar rozando la treintena.
Sin embargo, algunas niñeces de otrora nos dejaron relatos
muy similares al de Antonio Gamoneda: «Al
día siguiente, uno de junio de 1945, bastante más pronto, a las cinco,
empezaría a trabajar como recadero y meritorio con muy particulares tareas
añadidas; encender la calefacción, por ejemplo (el frío no se iba de León aquel
año), en doble jornada que pocas veces terminaba antes de las ocho de la tarde.
La primera mitad de esta doble jornada se me retribuía en efectivo: ochenta y
nueve pesetas mensuales. La segunda la cobraba en promesas».
Comparemos la niñez de
nuestros abuelos, de nuestros padres, la nuestra misma, con la niñez que nos
rodea. Diga el lector si esta niñez de hoy, pide (tiernamente) o exige
(altivamente), que alguien le tienda su mano.
Dejo al lector con el
comienzo de la ya famosa poesía de Gamoneda, “Después de veinte años”,
verdaderamente bella y elocuente, y que habla de la humildad de nuestro Premio
Cervantes: «Cuando yo tenía catorce
años,/ me hacían trabajar hasta muy tarde./ Cuando llegaba a casa, me cogía/ la
cabeza mi madre entre sus manos/».
Publicado en DIARIO PALENTINO, el jueves 1 de septiembre de 2016.
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