Estos días me han
hablado algunos jóvenes acerca de la celebración de la fiesta de los quintos en algunos de nuestros
pueblos, de nuestra querida Castilla. Me interesé mucho por el fenómeno y
observé lo llamativo del interés de los jóvenes de ambos sexos por celebrar
esta fiesta a la par que el absoluto desconocimiento de sus orígenes. Pero si
ligamos un acontecimiento con otro podemos percatarnos de que su mantenimiento
como tradición obedece a una lógica implacable.
Por un lado los quintos hunden sus raíces en Juan II
de Castilla cuando ya en el siglo XV impuso durante su reinado la llamada contribución de sangre. El nombre se las
trae. Sangre. Es decir, la obligación de entrar a cumplir el servicio militar.
Y lo que eso significaba de pérdida de sangre. Pero no era preciso que todos
contribuyeran con sangre. Sólo uno de cada cinco varones. Los quintos vienen de
ahí. Más tarde Felipe V, en 1703, obligó a sortear a un joven de entre 18 y 30 años
de cada cien mozos de una villa para servir tres
años debaxo de una Vandera, y cumplido el tiempo obtener ya licencia.
Los antropólogos han
estudiado mucho estos rituales iniciáticos, presentes en todas las culturas,
los celtas usaban de ritos de paso, pruebas de madurez para aceptar a los
jóvenes como adultos. No es de extrañar, por tanto, que en nuestra Castilla aún
perdure esta tradición.
En nuestra época,
finiquitado el servicio militar obligatorio, sin figuras como el Bar Mitzvah
judío, rito donde a los 13 años los niños acceden a la madurez, resta esa
tradición de los quintos. Es decir,
se echa de menos algo que simbolice ese paso.
La primera pregunta
es saber si esa fiesta social que pudiera solemnizar ese paso no se efectúa
porque tampoco hay muchas ganas de abandonar la adolescencia, y pasar a formar
parte de la sociedad adulta. ¿Para qué hacer ritos de paso en la época en que
cuesta aceptar ser adulto y por ende responsabilizarse de los actos, y también
de lo que no se tiene?
La segunda pregunta
es por qué, pese a todo, persiste ese latido de festejar socialmente la llegada
de los 18 años, de la mayoría de edad.
Quizá debamos preguntarnos por qué las sociedades de nuestro entorno cultural
desprecian ese rito, no lo oficializan, no hacen suyo que los jóvenes esperan
de los adultos algo: reconocimiento de que ya son de los suyos, de que ya no
son unos niños, de que pueden acceder a las satisfacciones de adulto. Y a sus
deberes.
Si abandonamos a los
adolescentes a su suerte los ritos iniciáticos serán individuales o de pequeño
grupo. Y consistirán en excesos: de alcohol, de escarificaciones, de hikikomorismos. Gritos ahogados para
hacerse escuchar.
VECINOS ILUSTRADOS, DIARIO PALENTINO, jueves 21 de febrero de 2013.
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