lunes, 6 de abril de 2009

La conversación sosegada


Si hay algo que estas épocas de vacaciones invitan es a la charla tranquila, a conversar sin prisas entre amigos, o entre familiares que lo sean, que no todos. Una conversación sosegada invita a nombrar las cosas de otra manera.

Cuando una amiga me preste el libro que la regalé, Elogio de la lentitud, podré sin duda añadir más datos, al menos esa es la ventaja de regalar libros a los más próximos: pueden prestárnosles. Pero supongo que marcará la idea de contraponer a la velocidad supersónica a la que vivimos, el marchamo del sosiego.

Lo cierto es que esas conversaciones de sobremesa o de noche, o en el paseo, nos permiten avanzar en la selva humana. Es cierto que muchos se quejan de que estas conversaciones mantienen el goce insuperable de hablar mal de quien no está presente, de despellejar vivos a todo el que pase por ahí, y hay que decir que, normalmente, dos se juntan para hablar mal de un tercero, obteniendo de ello una terrible satisfacción al cerciorarse de que lo peor se coloca fuera, y lo mejor, dentro del círculo de los conversadores.

Es cierto que el goce del bla-bla-bla suele ser circular. Es cierto que hablando no se entiende la gente. Es cierto que se habla y se habla para finalmente no decir nada. Es cierto que el silencio suele ser el gran excluido de las conversaciones, cuando el silencio es fundamental como lenguaje elocuente, como lenguaje necesario. Es cierto. Pero a pesar de todo hay que intentar la conversación. Pues sin conversación sólo somos máquinas que hacemos, gentes con conductas, y vecinos que equivocamos hacer con hablar, como que hablar no fuera hacer, tal y como ya nos mostró un Austin en su teoría de los actos de habla. 

¿Invita nuestra época a la conversación sosegada? ¿Dónde quedaron los grandes conversadores? Los hay, de seguro. Pero fabricar un buen conversador requerirá de entrada curarle de la habitual estupidez humana que nos empuja a creernos únicos. Se necesita el aprendizaje de la escucha, que bien visto, se alimenta desde la más tierna infancia, desde esos monólogos de los niños de cuatro años que si se animan le permiten al niño encontrar una notable ayuda en el lenguaje a la hora de nombrar la geografía interior. Y tras los monólogos, vienen los diálogos, en donde hay que aprender a perder, a dar el brazo a torcer, a escuchar otro argumentario. Este paso del monólogo al diálogo no es fácil de dar, y muchos sujetos quedan detenidos en este punto. Incluso Lacan afirmará rotundo: ¡Todos monologan! En el caso de severos monologadores lo que es seguro es que la conversación será muy espesa, y bostezar será lo normal para su auditorio. Son los famosos pelmas que no saben sino hablar de sí mismos y de lo grandes que han sido siempre.

No es ese tipo de compañeros de viaje los que necesitamos para emprender unas conversaciones sosegadas. Es preferible buscar a quien hace pensar y al conversador que abre puertas. Si tras una buena conversación nos hemos transformado, habremos conocido al conversador nato. La literatura da muestras de este fenómeno tanto como lo que cuentan los vecinos que aún recuerdan tal o cual momento estelar de una buena conversación que permitió cambiar su vida.

Claro que, esperar un giro subjetivo, precisa de toparnos con grandes y buenos conversadores, de esos escasos especímenes que, ellos sí, suelen tener algo importante que decir. 

A Publicar en DIARIO PALENTINO el jueves 9 de abril de 2009, columna de Opinión "Vecinos Ilustrados"

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