sábado, 17 de enero de 2009

PRISA. Diario Palentino, jueves 15 de enero de 2008.


 

Escribió mi colega Naranjo, conferenciante en Palencia allá por 2003, que la prisa no es cuestión de tiempo. Y que era un éxito del amo moderno haber logrado un sujeto apresurado, siempre quejoso de no tener tiempo y siempre a la caza y captura de un poco de tiempo de libertad, de tiempo libre. Pues bien, si la prisa tiene que ver con otra cosa que con el tiempo, si se conecta al pulso vital y a la búsqueda de la verdad, entonces la prisa tiene un indudable encanto.

La prisa, de entrada, tiene mala prensa. El lento acusa a quien tiene prisa de ser ‘un prisillas’, de ser insufrible. Del mismo modo que se aconseja no hacer las cosas con prisa, para lo cual se apela a Napoleón y se recuerda su ‘vísteme despacio que tengo prisa’. O se dice apelando al refranero que ‘las prisas son malas consejeras’.

La prisa, más tarde, se acota a una edad, la del joven, que no sabiendo esperar, tiene siempre mucha prisa por llegar, por estar arriba, por viajar deprisa, por acumular objetos, por vivir.

Y al final se pone de ejemplo a los más mayores, que en su sabiduría, curtida en los años y en la experiencia, ejecutan con extrema lentitud sus movimientos, ordenan con tranquilidad sus cosas, preparan concienzudamente sus viajes y siempre parecen marchar a una velocidad diferente al resto.

Pero sin entrar en la vertiente gozosa de la prisa, quiero ver en ella un encanto especial. La prisa manifiesta un decidido interés vital. Acompaña al vitalista, a quien ama la vida y a quien le gusta vivir, a quien prefiere ir al encuentro de la sorpresa y no temer lo imprevisto. Es el envés del calculador frío que prefiere repensar su acto, y del obsesivo postergador que aplaza sine die su acto por temor a lo inevitable. La prisa es aún más bella en manos del sabio, quien ya mayor, o en la senectud de los sesenta, manifiesta la precipitación de quien va directo al grano, viviendo cada minuto como un relámpago. Y es fascinante en manos del joven veinteañero inmerso en sus proyectos vitales, en sus estudios, en sus amoríos, en sus investigaciones.

La acción pronta y repentina parece ser más propia del ingenio, y, más propia del juicio, la lenta y pausada, al decir de Montaigne, cuando dedica en sus Ensayos un capítulo al habla pronta o tardía. Dilema irresoluble, pero mejor que nunca aparezca un juicio no ingenioso.

Es una gran oportunidad la prisa. Con ella encima se puede vivir de frente, sin escondites, lejos de los refugios del ñoño, quien, de precavido, acaba mustio.

Y otro tanto puede decirse de los pueblos y de las ciudades. Sus vecinos pueden estar o no contagiados por el virus de la prisa. El viajero sabe que después de pasar un día en una ciudad desconocida puede palpar si tiene prisa o se ha quedado dormida. Por eso el vecino ilustrado sabe que hay que inocular pandemias de prisa para volver frenética y encantadora la vida cultural de una ciudad. El encanto de la prisa es que le da un pulso diferente a las ciudades.

Por eso el vecino con prisa se exaspera con la histórica lentitud de nuestra Palencia querida.

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