jueves, 22 de enero de 2009

Apetito de soledad



 

Salgo de casa para renovar mi apetito de soledad. Suscribo la frase de Lord Byron, una de las que más me han impactado últimamente. Condensa el espíritu que me lleva a preferir por igual el lazo social, y el aislamiento buscado. Ni el primero es profundo si no se ha dedicado tiempo a leer y a leerse, ni el segundo es productivo para los otros si no se acompaña de igual dosis de lecturas.

El problema es que la soledad puede no ser buscada, y el lazo social cuando es obligatorio de ocho a tres, cinco días a la semana, conlleva al famoso anhelo de perderse, de alejarse de unos y de otros, del habitual infierno en que los otros pueden convertirse como nos advirtió Sartre.

Cuando Lord Byron dice que sale de casa, para regresar de otro modo, refleja muy bien el comportamiento de muchos vecinos que decidieron vivir solos. En un primer movimiento ansían el encuentro con los otros, pero a medida que pasan las horas, este entusiasmo pierde fuerza, y ya es más habitual escucharles despotricar de sus recientes encuentros, y su afán es volver cuanto antes a casa: como en casa en ningún sitio. Aguantar al otro es muy duro. Sobre todo si ese otro tiene certezas y no dudas, si ese otro cree estar en posesión de la verdad y sus ficciones, si ese otro está convencido de que su posición en la vida requiere de otros que le sirvan, si ese otro nunca mira por el espejo retrovisor, o nunca da intermitentes, seguro como suelen estarlo tipos así de que su ombligo es el ombligo. Una colección de colegas así, de vecinos así, son el caldo de cultivo propicio para desear llegar cuanto antes a casa.

Otras veces el aguante es en casa. Y entonces salir a la calle es una liberación, refugiarse en el trabajo una coartada, y saludar a los compañeros y compañeras el inicio de una feliz jornada lejos de la cárcel en que se suelen convertir algunos escenarios familiares.

Ahora bien, cuando la soledad es buscada, cuando se ha elegido libremente, -nunca se elige libremente, pero esa es otra cuestión-, el nivel de desencuentro se reduce a la propia división subjetiva, donde reñirse o alabarse es práctica cotidiana, y animarse o enfurruñarse, tarea que sólo uno puede hacer consigo mismo sin espectadores ni cuota de pantalla. Cuando se ama la soledad como sabe amarla el buen solitario, el solitario social, aquella sólo es un alto en el camino, de días o de años, pero una simple parada técnica para reponer fuerzas tras el hartazgo de la convivencia.

Es curioso, sin embargo, lo poco que se soporta la soledad de los otros. El ¡no te quedes sola! es un grito amable, a la vez que feroz. Cuando se fuerza a alguien a ser sociable, sea a un niño de esos que pululan por los recreos de los colegios imaginarizando, sea a alguien que se acaba de separar, o ha sufrido un desaire amoroso, o bien sea una persona mayor, que tiene legítimo derecho tanto al despliegue de sus manías como al fervor de sus lecturas, que se sepa que se está publicitando un estilo de vida que termina por contemplar cómo se eleva al cenit social el vivir sin leer y sin pensar. 

He escuchado relatos de gentes que fueron en su infancia grandes solitarios y que tuvieron que luchar denodadamente para que les permitieran ejercer por igual lo que debieran ser derechos inalienables desde la infancia más tierna: el derecho a la soledad, y por supuesto, el derecho a la tristeza. 

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