miércoles, 16 de julio de 2008

La carretera






Para el auténtico agorafóbico la lectura del libro de Cormac McCarthy, La carretera, no le deparará sino sobresaltos continuos. La mirada del Otro está presente de principio a fin. Y sabemos cómo en toda fobia esta mirada persigue al sujeto allá donde se encuentre. Un mundo vacío de personas y por ello aún más repleto de signos de alarma.
El autor, un norteamericano huidizo, elogiado por el mismísimo Harold Bloom, no leyó un libro hasta los veintiún años, lo que no ha impedido que en su magno El canon occidental, el crítico Bloom le incluya en su lista de recomendaciones con tres libros del autor, y ahora afirma, al parecer, que es uno de los escritores vivos más potentes. Sin duda acierta con este éxito de ventas.
Primero, decir que el autor, de verdad sabe del registro de la psicosis con La Carretera. Ya demostró dibujar muy bien el goce psicópata en No country for old men, genialmente representada por Javier Bardem. Corman McCarthy fue Premio nacional de Literatura en los USA por Todos los hermosos caballos, y ahora obtiene el Pulitzer 2007 por La carretera, que boca a boca va llegando a nuestras bibliotecas. Se lee en una tarde, y de un tirón, o en dos noches para darle más misterio.
Segundo, que esta novela es un monumento a la bondad. “La bondad encontrará al niño”, dice en un momento el hombre protagonista, otro sin nombre, significante perfecto, aunque en el cine ya se sabe que este papel de héroe va ser para Viggo Mortensen. No hay nombres propios en toda la novela, lo cual se agradece mucho para no perdernos en lo imaginario y acudir directamente al significante puro: sus protagonistas pueden ser cualquiera de nosotros viajando por una carretera con un carrito de supermercado en un mundo devastado y solitario y con escasos supervivientes que se dividen en buenos y…otros. Un escenario metáfora de la selva de cada día, en donde el valor de la bondad humana cae del lado de la infancia.
Tercero, que ante el miedo, no es sino el niño, el más débil, quien sostiene a su padre. Que la respuesta a la pregunta de por qué luchar en la vida muchas veces viene dada por la mera existencia de un niño en el entorno de alguien. Como en aquel relato de Chéjov que se suele usar para enseñar a diferenciar lo que es la angustia de lo que es el miedo, cuando en medio de una visión terrorífica, el protagonista logra superar el momento de máximo miedo agarrándose literalmente a un niño de diez años que le hace de cochero.
Cuarto, se realza el valor de los sueños, como parte de la vida, en especial cuando se llega a hablar de aquellos que son “…sueños que no se quieren escuchar”. ¿Cuántas personas suelen afirmar que no sueñan hasta que de pronto aparece alguien que se interesa por esas formaciones del inconsciente que son los sueños y comprueban que todos vamos al cine por las noches?
En fin que la prosecución de la aventura, del deambular repetido, lo que le da fuerza y tensión narrativa, es el hipotético final que se intenta imaginar el lector. Otra metáfora de la existencia humana. Y la razón que se aduce para continuar sin peligro es que portan el fuego. Realmente es el fuego interior, aclara el autor. No puede ser una novela más positiva en medio del desastre humano, del fuego y las cenizas postnucleares, del escenario posible que le espera a nuestro planeta. No puede ser mejor metáfora mencionar el fuego como vía para seguir hacia adelante. ¿Qué otra cosa es el deseo sino el fuego interior?

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