miércoles, 23 de julio de 2008

El niño con el pijama de rayas



 

En Palencia tenemos cárcel con panóptico, y en ella estuvo un Miguel Hernández, sufriendo y escribiendo cartas a los suyos desde su gélido encierro. En Auchviz, sigo la escritura de John Boyne, estuvo un niño con pijama de rayas que ha sido novelado en una ficción por momentos ñoña y sosa, pero muy efectista. Hablar de los campos de concentración requiere poner en juego lo inefable.

Al menos eso mismo le sucedió a un Appelfeld quien en Historia de una vida, trató de encontrar palabras para narrarnos su paso por el gueto, por el campo de concentración y por los  bosques por los que vagó y acertó a asumir que conocía la sensación de superficialidad cuando trataba de recordar aquellos días, y «la memoria siempre flaquea y las palabras se pegan al paladar». Es lo que cuenta una superviviente en las Antimémoires de Malraux: «encontraba infantil a todo el mundo. Encontraba que mis padres se habían convertido en momias. Por delicadeza ellos no me hablaban de los campos: mi padre salió de su mutismo los primeros días, pero su silencio también me parecía infantil». O la demoledora visión del Premio Nobel Imre Kertész, cuando en Sin destino nos sorprende exclamando al final de su obra que, «incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a la felicidad».

Por eso el libro de John Boyne, El niño con el pijama de rayas, cuenta mucho más que lo que dice. El niño protagonista tiene el perfume del autista niño protagonista de El curioso incidente del perro a medianoche. La lógica infantil nunca es la lógica del adulto. Lleva por otros laberintos, procesa la información con otro vértigo, y cuesta a veces entrar en el diccionario particular de un niño, en especial si ha sufrido un trauma, y por ello se parapeta detrás de complejas barreras, o si presenta una fobia tras la que se amuralla o si hace denodados esfuerzos durante años para evitar la caída más atroz fuera del campo del lenguaje y del mundo simbólico.

Bruno, el niño protagonista de esta novela, habla como si fuera el representante de toda una humanidad desconcertada. Habla con la ingenuidad de quien no puede ni tan siquiera digerir que haya sujetos humanos capaces de lo peor, habla con la bondad natural de la que Rousseau se empeñó en demostrar que era el estado previo de cualquier niño. Habla como el niño de la novela de Cormac McCarthy, La carretera, que prefiere postularse para detener lo inhumano.    

El momento culminante es el instante de encuentro del niño alemán, Bruno, con su otro especular, con el niño polaco Shmuel, prisionero del campo de concentración del que es comandante el padre del primero. Ambos, nacidos el mismo día para provocar en el lector la identidad en la diferencia, son la representación de dos mundos muy conocidos, el de los amos y los esclavos.

En la historia de la humanidad ha sucedido tantas veces el horror, la aniquilación del diferente, la lucha por puro prestigio de la que habla la dialéctica hegeliana, como para no pensar que no existe ese empuje pulsional mortífero en la constitución del ser que habla. Hay que tener en cuenta siempre que ese goce por el mal es tan potente como para no estar suficientemente advertidos, como para no derrochar esfuerzos educativos, culturales y políticos que ahoguen ese impulso mortífero, que conmuevan nuestro latido humano.

Libros como el de El niño con el pijama de rayas, explican ese punto, inexplicable para quien cree siempre que los malos son los otros y no se ha percatado de que cualquier ser humano puede ser un Furias –por seguir la escritura de la novela- en sus distintas versiones, en sus pequeños ámbitos de dominio, en sus  prêt-à-porter modernos. Explican que toda la humanidad muere cuando hay crímenes de masa, unos y otros, amos y esclavos.

Y que aún hay quien prefiere, incluso tras los Auchviz, un amo antes que una biblioteca.

En Palencia, nuestra cárcel con panóptico, cuyos muros sirvieron de particular Auchviz a un Miguel Hernández, va a ser convertida en lugar para la cultura. No habrá niños con pijamas de rayas sino espero que libros como el de Boyne.

  

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