miércoles, 30 de julio de 2008

JaKob Von Gunten



 

Un internado da bien en la literatura, en el psicoanálisis y en la mitología personal. Las historias de lo acontecido en los internados se cuentan toda la vida; pero siempre queda un resto, algo sin cernir del todo, permaneciendo inconcluso el punto central de lo que ha acontecido en lo secreto de la vida en un internado. Aunque no es el caso de JaKob Von Gunten, la novela más preciada por su propio autor, el escritor suizo Robert Walser. Un autor con un inconsciente sin cajones secretos, operando a cielo abierto.

Robert Musil y Walter Benjamin hablaron muy bien de este autor, desconocido sin embargo para el gran público. De hecho de Musil tenemos Las tribulaciones del estudiante Törless, que recuerdan a este texto que hoy comentamos, otro internado de varones. El paso por estos espacios forma comunidades para toda una vida de tal suerte que puede llegar a servir de seña de identidad. El reconocimiento viene dado entonces por haber sido ex-alumno de tal o cual sitio. En el libro de esta semana se trata de los muchachos del Instituto Benjamenta.

Es Walser un autor que llama la atención por su propia peripecia vital. Fue un errante, y vive sus últimos veintitrés años en otro internado muy singular: un manicomio. Fue reconocido por escritor, pero esto no le sirvió de suplencia a la locura, no fue la escritura un elemento que hiciera de metáfora estabilizadora, como quizá le sucediera a Joyce, el autor no sólo del Ulises o del Retrato del artista adolescente, sino del Finnegans Wake. Robert Walser destacaba por su humildad, no entendía por ejemplo que le pidieran más libros cuando permanecía en su peculiar encierro. Ese recorrido personal explica su obra, como siempre sucede, pues es indisociable obra y autor.

Me llamó la atención del libro un par de frases. Una, cuando el muchacho protagonista se define así en su currículo: «Quiero ser educado por la vida y no por principios hereditarios». Declaración de intenciones para la época en que se escribe este libro, 1909. Y dos, «la enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia», para preguntarse a continuación el muchacho qué ventajas se obtienen de ambas. Es la cuestión central de los internados, la unificación y la disciplina, lo Uno frente a lo múltiple.

De lo que dispone el encierro, el internado, entonces, es de unos límites a la libertad en nombre de la convivencia, algo a contracorriente de nuestra época, que privilegia la libertad frente al sentimiento colectivo. La cuestión de la obediencia pasa a primer plano en este libro y en la vida de los internados, la cesión de libertad para el acatamiento a unas normas, más o menos estrictas, y por ende también pasa a primer plano el de la trasgresión de la ley.

Pero la ebullición que se vive dentro es inolvidable. Quien haya vivido parte de su juventud en un internado, o incluso quien ha vivido el servicio militar o estudiado en un Colegio Mayor sabe muy bien lo que quiere decir vivir en un encierro y el especial tipo de lazo social y de compañerismo que se vive. Muchos vecinos saben que de esa época datan los mejores amigos. Y algunas tormentas.

Otra cosa diferente son los internados en la infancia, antes de la pubertad, cuya huella se puede seguir en los restos que ha dejado grabados como marca indeleble en el carácter de tanta gente que al llegar a su vida adulta o bien sufre a veces y lo achaca a sus años de internado y a lo que allí sucedió, o es incapaz de recordar nada negativo, lo que es altamente sospechoso. Es muy habitual revivir, mediante la formación inconsciente que es el sueño nocturno, los años de internado. Es el caso también de los niños y adolescentes adoptados que han pasado una parte de su trayectoria acogidos o inmersos en una institución. Y no olvidemos los relatos de los que pasaron por campos de concentración.

El final de la novela es sorprendente. Dejo al lector sólo una frase: «Siento que la vida exige efusiones, no reflexiones». 

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