jueves, 6 de septiembre de 2007

Privilegios



La figura del privilegio tiene mala prensa. Basta con reclamar privilegios, es decir, exención de cumplir con obligaciones por parte de individuos o grupos, para que el vecino ilustrado se alce en armas. Pero, podemos demostrar que, a su vez, sin privilegio no hay deseo. Y que es raro encontrar a sujetos o colectivos que no exijan gozar de algún tipo de privilegio.

Que algo, un objeto o un acto sea para pocos, sea exclusivo, sea coto cerrado, se mira con gran animadversión. Recientemente lo escuchamos de boca del pregonero popular de nuestras fiestas, cuando evocó los tiempos en que en nuestra ciudad, los sanantolínes eran un conjunto de celebraciones sólo para unos pocos privilegiados que disponían de entrada o acceso a los actos que se celebraban.

La simple evocación del para todos lo mismo es políticamente correcto. Lo saben los padres, que contemplan con terror la posibilidad de que sus hijos vean distingos entre unos y otros, los maestros con sus alumnos, que tratan de no conceder ningún privilegio, y los políticos, que no alientan, públicamente, ninguna teoría que implique leyes privadas. Muy ufanos, proclamamos que la época feudal ha finalizado, y que los privilegios finiquitaron, pues todos los ciudadanos tenemos los mismos derechos, etc…

Ocurre que sin exenciones de obligaciones, sin el circuito sutil de los privilegios, no funcionamos, ni los vecinos tomados uno a uno, ni los colectivos tomados también uno a uno. Y no hay posibilidad de funcionamiento social sin privilegios porque así lo exige la estructura del deseo humano. Nos movemos por mor de la consecución de objetos que están en el campo del Otro y a los que otorgamos el atributo de únicos.

Basta decir a un niño que no entre en determinado lugar, que es exclusivo, privilegio de los mayores, para que no pare hasta lograr penetrar en los recintos únicos y secretos. Basta ver la publicidad: “sólo al alcance de unos pocos privilegiados”, se nos dice en anuncios repetidamente. Basta con escuchar un poco más el discurso de nuestro entrañable, y querido por toda la ciudad, pregonero popular, para darnos cuenta de esta doble faz de la figura del privilegio, pues, tras denunciar las fiestas privadas pasó a contarnos cómo, él y otros, organizaron también guateques exclusivos, con entrada y acceso limitado, o a contarnos las tretas que usaban, él y otros, en la ciudad, para entrar sin pagar a los recintos privados. Basta escuchar a cualquiera cómo veraneó en un sitio privilegiado, cómo ha conseguido un especial descuento en algo, cómo ha tenido acceso a determinada autoridad, cómo ha conseguido para sus hijos o su mujer privilegios especiales o cómo ha logrado exenciones de algún tipo, hablando con no sé quién, para darnos cuenta de que no podemos vivir sin la búsqueda de privilegios por doquier. Vamos, lo que se suele decir, montárselo bien, no como usted y yo, que somos un poco lerdos, porque, el privilegiado de turno suele “contar su batallita”, que es lo que le da sustancia, para restregarnos la diferencia con nosotros, radicando ahí lo esencial de su acto, pues el privilegiado necesita audiencia; aunque hay que decir que también está la estirpe del privilegiado “a la chita callando”.

Entonces, una vez más se impone no exagerar mucho cuando se trata de idealizar al ser humano y acentuar su faz del deber, a lo Kant, sin tener en cuenta la faz del deseo más pertinaz, a lo Freud.

Si el privilegio del canon, que era “el que gozaban las personas del estado clerical y religioso, de que quien injuriase o pegase a alguna de ellas incurría inmediatamente en penas canónicas”, puede hoy extrapolarse a las figuras reales, que al parecer no pueden ser objeto de caricaturas en revistas inteligentes. Si antaño existían concertadores de privilegios, hoy hay lobbys. Si aún existen jefes de Estado que colocan a sus hijos en el puesto de ellos, privilegio que aceptamos y damos carta de naturaleza. Si aún muchas autoridades del Estado gozan de privilegios que les confiere un aura de invulnerabilidad y de atracción secreta. Si el privilegium favorable, aquel que no perjudica a nadie, como el de permitir comer carne en Cuaresma era siempre bien visto por todos o el privilegio local, aquel que sólo se concede a un lugar, otro tanto de lo mismo, y hasta incluso el gracioso, que se da o concede sin atención a los méritos del privilegiado, sino solo por gracia, beneficencia o parcialidad del superior, es asimismo bien recibido según cómo y cuándo.

Si todo esto es así, podemos colegir que la figura del privilegio no pertenece al pasado, a la época de las diferencias atroces, sino que hemos de convivir con ella. En buena vecindad. La búsqueda del privilegio es un motor del deseo.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Precisamente, me siento un privilegiado por participar, aunque de una manera mínima, en este blog.