miércoles, 29 de agosto de 2007

SANTANDER


Para finalizar la crónica de este verano lo mejor es hacerlo con Santander. Para un palentino, castellano de mar adentro, la resonancia de Santander le lleva a la primera vez que estuvo en el mar. En la profundidad de su memoria, de seguro se encuentra con esta primera cita, a través de la salida al mar que para Castilla era Santander, un trozo de ella misma, arrancado injustamente en la lotería autonómica de la transición.

Recuerdo haber visto las caras de muchos niños al contemplar el mar desde sus primeros campamentos en Somo, allá por los setenta, como recuerdo los tranvías de los sesenta recorriendo la ciudad para transportar veraneantes con el cubo y la pala y los tickets agujereados, en esos trolebuses atiborrados de gentes, desde Correos hasta Piquío, y los olores, que como se sabe nos acompañan fieles. Aquellos viejos trolebuses recorrían la línea Valdecilla-Sardinero, y duraron hasta principios de los setenta, ocurriéndoles lo que al tren secundario de nuestra tierra, que una falta de visión de futuro impidió que hoy siguiera lo que podría ser un reclamo turístico. A veces hay que acordar con Óscar Wilde, que sólo los modernos quedan atrás.

Y así, pretender aprovecharse del aire señorial de Santander, de ciudad apacible y serena, es lo que por momentos le ha conducido a ciudad desdibujada que es por momentos, sin la segura personalidad de antaño, con un crecimiento amorfo e imparable que nos hace añorar ese encanto que tenía en los años sesenta.

La transformación de Santander y su entorno en la urbe infestada de ladrillo que es hoy, y tan extraña a la ciudad señera y provinciana que fue, es la metáfora de la ciudad que pierde su identidad, y como en la impostura puede llegar a ser cualquier cosa a costa de no acabar siendo ninguna. Aceptar el propio síntoma e identificarse a él es la salida inteligente también para una ciudad que pretenda ser respetuosa con sus señas de identidad.

Este verano, al hablar de otras ciudades que recorrí en algún momento, busqué el denominador común de cada una de ellas, y así, reconocí en algunas lo inmutable, lo que permanece invariable a lo largo del tiempo, pues, acaso, ¿no sería insufrible viajar a una ciudad en la que se fue feliz por instantes, y toparse con que no se reconoce nada? Eso mismo puede decirse de ciudades de crecimiento vertiginoso como Santander, irreconocible por momentos. Y si no, que se lo pregunten al viajero que estuvo alguna vez en la calle Perines.

Irreconocible, si no fuera por la barca a Pedreña y Somo, por el promontorio de los Botín y el paseo de Pereda, por el inolvidable Hotel Real, por la paseada en días de lluvia Plaza Porticada, por el Faro de Cabo Mayor y la playa de Mataleñas o las pérgolas de Piquío, todo ello inasequible al desaliento.

Como inmutable es el largo viaje que hay de Palencia a Santander por carretera. Es verdad que el futuro anuncia una excelente autovía, pero hay que decir que hoy por hoy, verano de 2007, el viaje mantiene el perfume de los sesenta. Si bien le recorremos con coches que llevan aire acondicionado mientras que en los sesenta viajábamos con los R-4 con el colchón en la vaca, no obstante, hay que proclamar que el destino ha querido que Santander sea la última ciudad, limítrofe con Palencia, en ser comunicada por autovía. No veo el problema en la orografía cuando sabemos lo que ha sucedido en el resto de España y sus ya desgastadas autovías, más bien veo el problema, si se me permite la licencia, en la poesía. Para los palentinos, viajar a Santander siempre fue ir muy lejos, ir tan lejos como permitía la imaginación, que alimentaba durante toda la primavera el largo viaje que esperaba en el verano para, tras contemplar el trozo de motor de avión inserto en la montaña cerca de Bárcena de Pie de Concha, ver de nuevo el mar. Es el mantenimiento de la idea de que el viaje es ir viajando, no el destino. Que el viaje es para contemplar el paisaje, para hablar tanto como callar, para reñir con los familiares, para la ensoñación a lo Bovary.

Dice el poeta que existe el mar en las ciudades blancas. («Existe el mar en las ciudades blancas/coágulos en el aire dulcemente sangriento/sábanas en la serenidad», Gamoneda, Libro del frío). El mar de Palencia, el mar de Castilla, existe aunque distante y lejano.

Porque Santander siempre fue eso para un palentino, un destino lejano, radicalmente diferente al paisaje de la tierra castellana, la salida natural al mar en el medio de una ciudad envuelta en el aire señorial que la hizo respetable,… hasta que llegó el tumulto.

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