jueves, 23 de agosto de 2007

Óbidos




Si se desea topar de bruces con el sentimiento de la nostalgia, nada como viajar de nuevo a los sitios en que se ha sido feliz. Si se desea dejarse envolver por la atmósfera nostálgica, nada como viajar a determinado lugares de la vecina Portugal, cuna del fado. Por ello nada como presentarse al atardecer en Óbidos.

El vecino ilustrado que conoce a Pessoa sabe del uso poético de la nostalgia. Ese encuentro con el ayer, con los beneficios de la seguridad del ayer, de los amigos de antaño, de las canciones remotas, de las carreteras antiguas, de los olores que acompañaron la infancia, reporta siempre unos minutos de felicidad.

Fernando Pessoa, valiéndose de sus heterónimos en la novela, nos ha llevado de viaje varias veces, en especial a su narrada Lisboa. Como Saramago, quien en su imprescindible Viaje a Portugal nos alecciona para penetrar en Óbidos por la Porta da Vila, y además construye una bella metáfora de Óbidos: dice que es «como la muchachita de tiempo antiguo que fue al baile y espera que la vengan a sacar». Es verdad que es una bella ciudad, amurallada, cuyas casas forman están prácticamente pintadas del mismo color y cuyas calles, empedradas, forman un laberinto de silencio sólo roto por el ir y venir de turistas buscando un restaurante.

Hace años A Ilustre Casa do Ramiro permitía fado en directo y la presencia del propio cantante, Ramiro, entre las mesas. Pero si el viajero, hoy, busca eso mismo, se encontrará con camareros oscuros y antipáticos que dirán que Ramiro ya no es el propietario.

Eso mismo es la nostalgia, la ilusión por el encuentro con lo que ya pasó. Una especie de parálisis para mucha gente, que anclados en eso, en la nostalgia, jamás se incorporan a la vida cambiante, a sus sorpresas, a lo nuevo por descubrir. Salir de la nostalgia es posible a estilo de lo que proclama Baudelaire en Las flores del mal: sumergirse en el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo, que es la más bella definición de lo que es un psicoanálisis. Volver a Óbidos es una manera, como otras, silvestres, de analizarse.

O si se quiere, regresar de vez en cuando a los enclaves en que se encontró la paz o la belleza o el amor, es como volver a intentarlo, como volver a recuperar un trozo de aquello, es engañarse un poco haciendo un regate al inexorable paso del tiempo. Sólo que como nos enseñó Kierkegaard en su repetido viaje a Berlín, ningún viaje, jamás, supera al primero, ninguno.

Y en esto encontramos, entonces, dos tipos de viajeros. Quienes siempre vuelven al mismo lugar a pasar sus vacaciones y proclaman ufanos: llevo viniendo veintitantos años a este sitio, etc…y quienes no pueden sino buscar nuevos sitios una y otra vez, incapaces de regresar adonde estuvieron en alguna ocasión.

Quizá no se deba ser extremista y ser los dos tipos de viajeros. Es fácil descubrir que hay sitios para no volver, como Caldas da Rainha, un lugar infame, mientras que otros, como Ampudia, París, Venecia, Carril, Pedraza de Campos, Sevilla o en Portugal, Nazaré, Cascais, o el propio Óbidos, que permiten, cada cierto tiempo, el reencuentro con el propio pasado, un canto a la nostalgia de los bellos atardeceres del pasado.


No hay comentarios: