jueves, 16 de agosto de 2007

SEVILLA



Dice la canción que Sevilla tiene un color especial. Es lo que se suele decir de alguien a quien se ama, que es especial. Amar una ciudad es un ejercicio noble que nos permite salir del individualismo en la época de la modernidad líquida. Un buen ejemplo de ciudad amada por sus gentes es Sevilla.

Los sevillanos, amantes de su ciudad, dicen que tiene un sabor especial. Y es difícil no estar de acuerdo. Realmente amar la propia tierra, como diría Hölderlin, los sabores, lo cercano, los olores, debe de tener una directa relación con nuestro nacimiento, y nuestro apego a nuestros Otros primordiales.

Veo a Sevilla como esa metáfora: el paradigma de una tierra amada por sus gentes. Si el vecino ilustrado visita Sevilla no debe perderse una visita a la calle del Aire. Allí se encuentran los baños árabes, y por ende el reencuentro con el líquido elemento ancestral y la certidumbre de que en Sevilla habitaron otras culturas que marcharon llorando de esta tierra.

De la misma manera que un trozo de la historia se halla igualmente en el museo de la Maestranza, para no olvidar que el arte de la tauromaquia existe mucho antes de que fuera descubierto por la modernidad líquida y su epígono, José Tomás, pronto en Palencia, por suerte.

En fin que Sevilla nos recuerda esas noches de futbol desde el Sánchez Pizjuan, donde la otra noche añoramos a Capello, y supimos in situ de la amabilidad de Héctor Cúper.

Sevilla nos transporta a la calle Sierpes, tan cara a Don Elidio, y todo el ajetreo de calles estrechas en torno a un barrio, el de Santa Cruz. Sevilla es bella y habitable, y cordial, en invierno y en pleno agosto, cuando sus gentes huyen de la canícula y las calles ganan en silencio y en parsimonia.

Una ciudad que combina el esplendor del pasado con el bullicio moderno de las terrazas al aire-libre y la música a tope, como la terraza Casino.

Si repaso mentalmente las ciudades que he citado este verano en esta columna, encuentro que todas van teniendo su rasgo distintivo. Ampudia (el pasado), París (su ser interminable), Venecia (la decadencia), Carril (el siempre en Galicia), Pedraza de Campos (el silencio atronador) y Marrakech (el patrimonio oral). Opino que Sevilla es el santo y seña de una ciudad amada, casi venerada por sus habitantes, que pugnan, incluso futbolísticamente, por ser los legítimos representantes de ese amor a la tierra, a lo Hölderlin.

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