jueves, 9 de agosto de 2007

Marrakech


Si se quiere acudir a la ciudad que ha dado nombre al país vecino –Marruecos es una deformación de Marrakech–, antes hay que leer a uno de los escritores españoles que más aman esta ciudad y lo que representa, Juan Goytisolo. Recomiendo Señas de identidad (1966). No es mal libro para pensar la identidad en una ciudad, que tiene una plaza, declarada en 2001 por la ONU patrimonio oral e inmaterial de la humanidad, y mezcolanza de culturas, la plaza Jamaa el Fna.

Pocas plazas en el viaje de un vecino ilustrado pueden servir más a los fines de ‘leer’ un universo simbólico que esta plaza. Repleta de narradores orales, que cuentan las más variadas historias, se precisa de un buen guía que explique en castellano lo esencial, pero el viajero duda mucho de que la traducción sea fiel.

Pero Marrakech no se agota en esta plaza. El viajero puede perderse en sus zocos, y ahí, mejor que haya hecho antes un cursillo acelerado de regateo, porque los dirham, moneda oficial marroquí, se desplazan de mano en mano a una velocidad de vértigo. Impregnarse del olor y de los colores es obligado en el zoco, un lugar mágico, es de suponer, para los sinestésicos.

Si el primer nombre de Marrakech fue Marroukech, que al parecer quiere decir "vete deprisa", mejor no hacer caso y dedicar varios días a patear las calles, escuchar a sus músicos, hacerse entender, montar en Kalesh, contemplar unos atardeceres inolvidables, recorrer esta llamada ciudad roja por el color de sus casas, beber té con hierbabuena, y además permitir a las echadoras de la buenaventura su particular sortilegio.

Este ‘leer la suerte’, tratando de encontrar la pista buena del futuro, como se sabe, es costumbre que encontramos en muchas ciudades, pero permitir ‘leer la suerte’ en Marrakech, viene a ser para el vecino ilustrado la seña de identidad de esta ciudad, su especial canto a la historia oral, a la narración, al goce de la lengua.

Y así, como sin querer, ya hemos encontrado nuestra particular piedra angular para ‘leer’ esta ciudad, que al contrario de París, se acaba, pues es circular, gira en torno al significado de la plaza Jamaa el Fna, que al contrario que Venecia, no es decadente, sino viva e hiperactiva, y que como Carril nos entronca con los lugares en los que ya hemos estado siempre, en este caso la España de los 60 y sus pueblos, y por ello, como Ampudia, es también un viaje al pasado, pero en modo alguno podemos comparar a Marrakech con uno de nuestros pueblos, por ejemplo, con Pedraza de Campos, pues no encontrará silencio atronador nuestro amigo viajero, sino un nuevo oxímoron, caos organizado.

Marrakech es el anverso de Viena. Goytisolo frente a Kant. La versatilidad frente al rigor alemán. El bullicio de sus calles, sus variopintos medios de transporte, sus Kalesh junto a los automóviles de marca de los turistas, su desorden equilibrado, la supervivencia diaria de sus gentes, todo ello exige al viajero una acomodación diferente al viaje burgués y tranquilo por el museo europeo.

En Marrakech sobresale el goce de contar cosas, el goce de la lengua, y así encontramos como un gran caos sostenido en un orden mínimo una plaza que es la metáfora de la ciudad, una plaza a la que hay que acudir con la misma determinación que el viajero fue a San Andrés de Teixido, porque Jamaa el Fna representa algo que nos pertenece, nuestro patrimonio oral e inmaterial.


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