domingo, 18 de marzo de 2007

ANDREA





Conocen el caso. Andrea es una niña colombiana de 8 años, palentina de hecho, como su madre, escolar de un colegio de nuestra ciudad, que acaba de ser entregada esta semana a su padre para regresar con él a Colombia. Hay muchas cuestiones en juego, de acuerdo, el lector puede elegir cualquiera de ellas, vale, pero en lo que a mí respecta la cuestión no es sino un episodio más en el largo deambular de la historia de la falta de respeto a la infancia, en concreto la falta de respeto a la palabra de un niño.

Hasta Justiniano, el padre tenía poder de vida y muerte sobre sus hijos. Después, la historia de la civilización, occidental, ha ido recorriendo jalones en donde los niños han ido ganando voz y voto, y así hasta los Derechos del Niño, proclamados por la ONU. Pero este olor histórico a moral de propietario, a viejo discurso de amo, aún llega hasta los niños, que son injustamente considerados propiedad de los adultos, cuando en el peor de los casos, son propiedad de sí mismos, y en el mejor, parte fundamental de toda la sociedad a la que pertenecen.

De modo que aún hay adultos que creen que un niño no tiene palabra. Generalmente son los mismos que niegan voz a las mujeres o a los ancianos. Adultos que cuando se encuentran frente a un niño para explorarle, para alimentarle, para educarle, en vez de dirigirse a él, suelen ningunearles, despreciarles, marginarles. Y así, hay pediatras, los menos, que se niegan a dirigirles la palabra, y algunos niños se quejan: ‘mi médico nunca me mira a los ojos, ni me habla, siempre le pregunta a mi madre’. Y así, hay camareros, que les preguntan a los padres qué van a comer sus hijos, cuando sería más fácil preguntárselo directamente a ellos. Y así, hay legisladores que no cambian las absurdas leyes que hacen que una niña de ocho años sea considerada una menor sin posibilidad de que se respete su deseo y su decisión, y jueces que aplican las leyes, sin tener en cuenta esas otras que dicen que, en determinadas ocasiones y contextos, no se debe violentar la voluntad de un menor, y operan una lectura de ese contexto demasiado bañada de su propio síntoma y de su propia escala axiológica.

Andrea no quería irse a Colombia con su padre biológico. Han leído la noticia. Y ha sido obligada a separarse de su madre contra su voluntad. Lo que Andrea opina sobre cosas tan insignificantes como la elección del país en el que desea vivir, el colegio al que quiere ir, el progenitor con el que se quiere compartir la vida, no presenta importancia ante los ojos de las personas que han decidido en este caso.

No es significativo que una niña pueda decidir sobre este tipo de cosas, puesto que, se suele argumentar, una niña aún no está formada y es manipulable y cambia de opinión con frecuencia. ¡Como que los adultos pudieran dar muchas lecciones sobre este asunto del cambio de parecer! O como si los adultos fueran expertos en el arte de no dejarse manipular. Hay niños que saben lo que quieren desde muy pronto, y adultos que se van a morir sin saber lo que realmente desean. No es cuestión de edad: conocemos adultos de cincuenta a quienes hemos de ayudar a salir de goces, pensamientos y temores infantiles; y niños que dan lecciones de madurez a los ocho años.

Por eso, el asunto de nuestra joven vecina Andrea, que hemos vivido esta semana en nuestra ciudad, lejos de ser una cuestión menor, hoy portada en los periódicos, presta al olvido mañana, representa la vieja actitud de siglos de unos adultos que se niegan a reconocer los derechos de la infancia. ¿Con qué autoridad un padre va a hablar de tú a tú a una niña de ocho años que se ha negado a vivir con él? ¿De qué hablarán? Andrea, ¿le faltará al respeto a su padre y será por ello severamente castigada a la antigua usanza o modernamente conducida a un psicólogo de esos que se prestan a modificar la conducta por encargo sin hablar con los niños? ¿Qué intereses aparte de los de considerarla un objeto sin subjetividad, un peluche para gozar, mueve a un padre a separar a su hija de su madre, durante meses o años, y llevarse, apoyado por jueces, psicólogos, cónsules y policías, a una niña de ocho años que llora y grita cuando va a serle entregada? De todas las posibles respuestas, la más preocupante va a ser la que en su fuero interno se diga Andrea respecto al verdadero deseo de su Otro paterno.

Les voy a hacer una pregunta como vecinos ilustrados: ¿vivirían con una persona que no quiere vivir con ustedes?

©DIARIO PALENTINO, publicado el 15 de marzo de 2007, columna VECINOS ILUSTRADOS.

1 comentario:

Nacho Gallego dijo...

Comparto esa idea de respeto al otro, ya sea niño, joven o adulto. Y de que cada quien tiene derecho a ser quien es.

Los niños tienen una sabiduría corporal y emocional en muchos casos mayor que sus padres, y solo por eso se convierten en maestros de alegría y saber vivir jugando.

Por eso también me apena este sinsentido de negar el valor de un niño. Ellos sienten, lo dicen sus ojos brillantes y gozosos.

¡Cuanto podemos aprender de ellos! Si nos volvieramos más como niños, y si miraramos más a nuestros hijos y sobrinos como maestros.

Hay padres abiertos a gozar de sus bebes, y luego cuando el niño crece los ningunean ... ¿porque? ¿Misterios de la prepotencia de la mente sobre lo emocional?

Tal vez lo de Andrea sea solo la parte visible de un problema mayor en nuestras sociedades, escuelas y familias ... una visión "antiecologica" de nuestra vida (y nuestros cuerpos) y por tanto de nuestros hijos ...

Tal vez ...