jueves, 1 de febrero de 2007

His majesty the Baby



Vienen con un pan debajo del brazo, sí. Pero también vienen, cada vez más, con la corona de príncipe o de princesa. Son los niños de comienzos del siglo XXI. His majesty the Baby, Su Majestad el Niño, en expresión afortunada de Freud en su Introducción al narcisismo.

El genial vienés comenta en ese escrito que al niño se le intenta evitar el peso de la cultura, se le intentan postergar los límites y las prohibiciones, con la excusa de que ya habrá tiempo para que sufra, y con la trampa de por medio de las proyecciones de los adultos que se ven reflejados en el niño y que quisieran evitarse a sí mismos las reglas que en su día tuvieron que aceptar, renunciando al placer y aceptando la ley y la civilización. Toda esa corriente de permisividad ha inundado los hogares de la zona más ‘vip’ del planeta. Por otro lado, la consideración del niño como objeto fetiche, como mascota, como osito, le lleva a ocupar el centro de la galaxia, a ser el centro permanente de la atención de la familia. El resultado: la sobreprotección, que causa estragos, y padres tiranizados, sujetos a los caprichos de los reyes de la casa.

Si además sumamos el hecho de que el objeto-niño es un bien que escasea, que hace que haya de servir para el disfrute de cuatro abuelos, dos padres y algunas tías solteras, ¿quién es el guapo que se sobrepone a ese éxito de audiencia cuando se tienen dos, tres, cuatro años? Y máxime si, como suele suceder, no encuentran la feroz competencia de un molesto hermanito, de un personaje rival, hermano de leche, caracterizado por San Agustín en sus Confesiones, y traducido y recordado por Lacan así: "He visto con mis ojos y observado a un pequeño dominado por los celos: todavía no hablaba, y no podía mirar sin palidecer el espectáculo amargo de su hermano de leche". Esta escena agustiniana le sirvió a Lacan para hablar del complejo de intrusión, y afirmar que los celos no representan una rivalidad sino una identificación. Por eso los celos no son mala brújula.

Pues bien, hoy no se quiere intrusos para los niños que les quiten disfrute. ¡Qué palabra esta la de disfrute! Se oye de continuo. Que disfruten todo el rato se dice, que aprendan jugando, que estudien con deleite, que vean la tele divirtiéndose, que sean felices todo el rato. ¡Qué desastre! El empuje al goce sólo conduce a lo peor, y a la postre a la constatación de que quien se salta el principio de realidad, quien opta por ir más allá del principio del placer-displacer, se topa con el goce mortífero, con las pulsiones desbocadas, con las adicciones más bizarras, y con la verificación en vivo y en directo de que no hay goce del goce.

Y así, observamos en la vida social, política, profesional, princesas que no aguatan un no, y príncipes que se niegan a arrimar el hombro si no son los protagonistas. Son los efectos a la larga de haber sido majestades en sus pequeños reinos.

Únicamente si tienen la fortuna de fracasar se tornan un poco humildes, y declinan seguir portando la corona ‘real’ que tanto daño les hizo. Sus padres, quienes le coronaron solemnemente en la cuna, creyeron ser los propietarios cuando de verdad no son sino agentes al servicio de una civilización y de una comunidad. ¿O acaso no es el lazo social quien se resiente de la proliferación de tantas majestades?

©DIARIO PALENTINO, columna VECINOS ILUSTRADOS, publicado el 1 de febrero de 2007.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy acertado, pero no aclara si el problema parte de lo dificil que resulta, visto desde la economía familiar, tener varios hijos o bien, lo imposible que resultaría el proporcionar tal exceso de cuidados a cuatro o cinco churumbeles.
Nosotros eramos cinco hermanos y más que una monarquía, aquello era una república y el presidente dependia de su talla y peso, o de los apoyos que conseguia día a día, y siempre atentos al ruido de sables. El "general" no admitía ningun principito.
Hoy, los militares se ocupan de funciones más allá de sus fronteras y están descabalgados de la politica domestica.