«La ciencia moderna no ha producido un medicamento tranquilizador tan
eficaz como unas pocas palabras bondadosas». Esta frase circulaba el pasado 6
de mayo por Twitter con el 'hashtag' '#noche_Freud' recordando la efemérides
del fundador del psicoanálisis. Es una frase del siglo pasado, pero tiene una
vigencia extraordinaria en la época en que millones de personas en todo el
mundo tienen que consumir tranquilizantes casi de continuo, en una época en que
ante el déficit de la palabra y la supremacía de la hiperactividad se necesita
ingerir más y más medicamentos que tranquilicen.
Atrás quedaron los relatos pacificadores de los abuelos, y esas certeras y buenas
palabras de los maestros. Y lo que es peor, el empuje de las neurociencias ha
llegado a poner en entredicho el poder de las palabras, hasta el punto de que
de vez en cuando hay que explicar lo obvio: que las palabras curan, que es
posible la 'talking cure'. Y que precisamente las palabras tienen un poder
benéfico a condición de ser usadas privándose de ese su poder. Solamente si se
intercambian, nunca si se imponen, solamente si se combinan para bien decir.
Si se mira de cerca, nada puede llegar a herirnos más que unas malas palabras.
Enfermamos a causa de palabras que nos fueron dichas, tanto como de cosas
imposibles de decir que nos hacen sufrir. Sabemos que no nos reconciliamos más
con lo humano que al escuchar buenas palabras. Aunque sean pocas.
Y si se quiere, nada nos entristece tanto como no dar con las palabras; y nada
nos apesadumbra más que no haber sabido decir algunas justas palabras a alguien
a quien no sabíamos que no íbamos a volver a ver.
Ahora bien, cómo encontrar el adjetivo que Freud coloca detrás de palabras:
bondadosas. Cómo dar con las bondadosas y cómo evitar las no bondadosas.
Tal y
como lo veo hoy, ser bondadosos es una decisión política, y se toma o no se
toma. Constantemente me interrogo a causa de la esencia, las formas y el
despliegue de la bondad. Dicho de otro modo, cabe preguntarse por qué tarda
tanto en llegar la bondad, partiendo de que hay niños que son unos auténticos
diablos desde la cuna, esto es, que Rousseau se equivocó en eso de que somos
buenos por naturaleza.
Se tarda en saber decir palabras bondadosas, como si fuera una larga ascesis subjetiva, el resultado bueno de
una vida. Un arte que pareciera estar al alcance exclusivo de personas mayores:
transmitir palabras que hacen bien. Aunque sean pocas.
Publicado en DIARIO PALENTINO, el jueves día 10 de mayo de 2012.
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