"Que los libros tienen el poder de cambiarnos, es algo que me parece fuera de toda discusión". Así se expresaba en un artículo mi admirado escritor castellano Gustavo Martín Garzo.
Si es indiscutible que el cambio nos puede venir de los libros, de la lectura, entonces tiene todo el sentido una apuesta decidida del vecino ilustrado, por la confianza en la conversación y la palabra, y el poder creador del lenguaje.
Poco a poco se ha ido introduciendo este circuito de ideas: primero que las personas no cambiamos. Nunca. Que hagamos lo que hagamos cada uno es como es. Que el cambio es imposible, que la genética manda, y que de nada sirve intentar cambiar. Después, que si hay alguna posibilidad de cambio es a través de la biodisciplina y sus primos hermanos, esto es, el control férreo, la evaluación continua, el premio y el castigo, y en general el uso de todo tipo de dispositivos de obviedad y simpleza.
Proliferan los fieles aliados de las respuestas, los que no dan ningún valor a la palabra salvo para persuadir, vender o imponer, los que se muestran incómodos ante las preguntas. Venden un utilitarismo trasnochado, la eficacia a corto plazo aunque se sienten las bases para el desastre a la larga, el resultado inmediato y la satisfacción instantánea frente a la reflexión y la espera. Nuevos mercaderes sin tiempo para nada que no sea el rendimiento, la productividad, y los trampantojos que convencen siempre a la uniformada masa de consumidores obedientes en que quieren convertirnos. Bien sea bajo el lema de 'tómate la píldora y calla' o 'lee cosas prácticas', da igual, el caso es generar este ambiente de silencio gozoso ante el individualismo creciente, la infancia generalizada, el sutil campo de concentración ante el televisor en que nos convertimos sin rechistar. Y sin leer. Total, ¿para qué?
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