jueves, 17 de septiembre de 2009

Solitarios

Siempre me llamaron la atención las personas solitarias. Su encanto da envidia, no tristeza. En realidad cada uno de nosotros lleva dentro un solitario en potencia, que no se atreve a salir del armario. De niño hay un primer encuentro con el sentimiento de soledad, y por ende con la angustia. Sentimiento que se acompaña de que, finalmente, nadie puede hacer nada. Salvo estropearlo.

El solitario no es que viva solo, es que sabe que morirá solo, lo mismo que niega con rotundidad el miedoso, que no sabe ir solo ni a la tienda de abajo.

Se me objetará que hay varios tipos de soledades. Está la de quien actúa para que todos aplaudamos, aunque no quiere saber nada del mundo, sino se autoaísla. De acuerdo. O de quien actúa y nos convoca, pero nunca sale al escenario. De acuerdo también. O de quien se apaña muy bien con sus parejas de goce, objetos que deshumaniza. Bien, también. O la soledad extrema de quien no puede hacer lazo con nadie sino a costa de delirar. Estoy de acuerdo, por supuesto. Pero hablo de otra soledad.

Me refiero a la soledad ordinaria del solitario empedernido. El que defiende su soledad con armas y dientes, como un bastión inexpugnable. La soledad de quien ha hecho el aprendizaje de la soledad y ha obtenido un sobresaliente, o mejor, una matrícula de honor. Pero ¿dónde enseñan a estar solos, a no depender de los caprichos de los otros, de sus solicitudes, de sus variabilidades, del hastío de sus exigencias cotidianas? ¿Qué Escuela prepara para superar esa asignatura tan difícil de aprender a ser solitarios, para sobrellevar mejor el día en que una vicisitud cualquiera nos coloque ante la sombra de la soledad no buscada?

Si pudieramos diseñar un 'Programa del buen solitario', un compendio que permitiera al vecino ilustrado viajar solo, leer solo, pensar solo, madrugar solo, mirar el horizonte al atardecer sin compañía, entonces tendríamos que vencer muchas resistencias propias de cada uno de nosotros, que nos empujan a un gregarismo absurdo. Por ejemplo, este verano me fijé en algunas playas repletas de gente en un pequeña franja de terreno en la que se agolpaba todo el mundo. ¿Por qué estar tan juntos, apretados unos con otros? Y treinta, cuarenta metros más allá, un solitario. Leyendo.

O mirando. O hablando consigo mismo, con su Otro, que a la postre es el mayor desmentido a la existencia de la soledad, la pasión de los solitarios, esos expertos en la conversación con ellos mismos.


Publicado en DIARIO PALENTINO, jueves 17 de septiembre de 2009, columna VECINOS ILUSTRADOS.

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