jueves, 7 de mayo de 2009

Jesús Hervella




 

El pulso de una ciudad también se mide en función de cómo sus vecinos se muestran con los grandes que la habitaron. Y que la hicieron. No puedo creerme que unas simples líneas en la prensa puedan despachar como voz pública el adiós a uno de los grandes que construyeron nuestro progreso y que nos sacaron de algunos impasses. Así somos. Aún no hay una calle, una simple calle que lleve su nombre, y no recuerdo que se le tributaran homenajes, -quizá si-, falta que espero contribuir a suplir un poco con esta columna.

Puede que sea una norma no escrita y que enarbola nuestro frontispicio el aconsejar la mínima gratitud con las figuras de Otro, escrutando y agrandando sus errores, como que no tuvieran el mismo derecho que todos al yerro. Puede que la aureola de su saber y de su poder embelesen e impidan el juicio sereno. Puede que una y otra vez condenemos al silencio su obra reduciéndola al listado de responsabilidades políticas. Pero opino que eso no es edificante para los más jóvenes aunque sea un alivio para los coetáneos más rivalistas. Y opino que si en nuestra ciudad ha habido un vecino que ha sobresalido por encima del resto por su empuje valiente y su decidido deseo de modificar el paisaje mortecino y el pulso vital de nuestra ciudad, ese vecino ilustrado ha sido el doctor Jesús Hervella, ingeniero industrial, empresario y político.

Muchos le admiramos a más o menos distancia, y muchos más sin saberlo se beneficiaron de su acción empresarial que arrimó para su ciudad desde los años sesenta, sin recibir, a lo que se ve, recompensa colectiva y moral, como si la pelea que comenzara aquellos años fuera fácil en una alicaída atmósfera industrial, que como se sabe nunca fue lo nuestro. Entiendo que el punto decisivo de su personalidad fue saber situarse en la correcta posición de Otro, con mayúsculas, detentando un saber que le diferenciaba de la posición de otro idéntico, imaginario, y que le permitía hacerse respetar de un modo cuasi natural, hasta el punto de llevar casi adosado el don a su nombre, y así estábamos ante nada más y nada menos que donjesús, ya fuera en la empresa, en la política o cuando ejerció de Presidente de Asociaciones.

En algún viaje a Madrid, el estudiante universitario que yo era a finales de los setenta contó con la generosa colaboración de Jesús Hervella y tuve la fortuna de que me llevara en su coche varias veces, con su chauffeur y alguien más en cada ocasión. En uno de ellos me dio una lección inolvidable. Empapado como estaba entonces de un libro -el famoso Touchard de historia de las ideas políticas- que manejábamos como guía, en medio del hervidero político que era el Madrid de la transición, osé debatir teóricamente con el diputado que había formado parte de las Cortes Constituyentes. Tras escuchar mi perorata de listillo universitario, y sin inmutarse me replicó que todo eso estaba muy bien desorientado, sobre todo si se vivía como él esos años, a diario, y se constataba que la práctica política era algo del todo diferente a lo que se lee en los libros. K.O rotundo en el primer asalto, y por mi parte a escuchar, que él era quien sabía.

Puede que sea esa la razón por la que alguno ha declarado estos días que Jesús Hervella no fue un político al uso. Su leyenda y sus anécdotas, que circulan de boca en boca, confirman asimismo que no fue un empresario al uso. Sino un héroe extraño, un héroe en riesgo permanente, en crecimiento en una ciudad demasiado pequeña para él y repleta de demasiados enanos como para captar el paso de un gigante que se abre paso y grita a su entorno, adelante, venid conmigo. Y en ese grito, cambiar las vidas de las gentes, llenar de décadas de progreso la despensa de centenares de vecinos, modificar el paso lento de las pequeñas capitales de provincia, y así aguantar y aguantar hasta que al gigante, un día, no se le puede pedir que reme por encima de sus fuerzas y más allá de los límites de lo humano. «Nuestra obligación no puede ir más allá de nuestras fuerzas y nuestros medios» nos mostró Montaigne. Y quizá a donjesús le quedara un poso de amargura por las lógicas inclemencias de los vaivenes empresariales, pero hay que decir que sólo los valientes, los que arriesgan, los que abren una ventana y quieren que entren los más, pueden sentir vaivenes, y pueden así recibir de su ciudad tanto la perenne exigencia a lo Baudelaire de ser sublimes sin interrupción, cuanto el más absoluto de los olvidos.

No sería justo que los más jóvenes vecinos ilustrados de nuestra ciudad desconocieran la tarea de los más grandes. Salvo que se pretenda que emulen no a los grandes empresarios que parten de cero y rodean de ilusiones su ciudad y a sus vecinos, no a los políticos que se la juegan en momentos duros, no a los hombres que saben respetarse y así infundir respeto, sino a la caterva de oportunistas y mediocres mediopensionistas que pululan reclamando ayudas y subvenciones sabedores de que no podrán hacer casi nada con las pruebas del destino.

El legado de Jesús Hervella para con nuestra ciudad merece ser escrito. Como texto o como acto público. Hablaría del pulso de la ciudad y de sus gentes más lúcidas, y de su posición con los grandes que la habitaron. 

  

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