jueves, 1 de mayo de 2008

Comités de Ética (I)


La polémica por la presencia de representantes de la Iglesia católica en discusiones que afectan a asuntos de la práctica médica pero que conllevan dudas éticas forma parte del largo debate que se avecina entre quienes están obnubilados por el halo de la palabra ciencia y quienes desconfiamos de que los sesudos científicos, investigadores o ejecutores, no permitan la entrada ciudadana ni en contextos de justificación de las investigaciones científicas ni en contextos de descubrimiento científico, como piden los filósofos y sociólogos de la ciencia. Y los vecinos ilustrados.

Consideran que los ciudadanos no debemos opinar sobre cuestiones científicas, en este caso médicas. Hoy se la agarran con los capellanes de hospital. Mañana con cualquiera de nosotros: antes nos evaluarán a ver si entendemos o no de ética. Y nos examinarán a ver si tenemos suficiente pedigrí científico. No entienden que de cuestiones que afectan a nuestra vida, a nuestros sentimientos, a nuestras opciones ideológicas, a nuestro modo de entender el mundo, podemos decidir y oponernos a sus protocolos médicos, a sus paradigmas científicos. Desde Heisenberg sabemos que ningún investigador, ningún observador de la realidad es ajeno al principio de incertidumbre

Privar a un sacerdote que habitualmente está inmerso en la conversación y en la ayuda espiritual con los enfermos, impedirle que opine en los comités de ética de los hospitales, lleva el marchamo la ciencia dogmática que nos espera y de la indefensión de los vecinos ante el coro de los que se extasían ante la supuesta exactitud científica, nuevo becerro de oro a adorar. Encima lo hacen por nuestro bien, por privarnos del oscurantismo de siempre. Van muy bien desorientados. Ellos son hoy el apagón.

Y así hemos leído en la prensa habitualmente cercana a las tesis ilustradas una sarta de comentarios que validan la idea de Lacan de que de todos los errores los peores son los de buena fe. Desvaríos de gentes que se supone ilustradas. Manuel Vicent: “El dolor no tiene sentido religioso”. Como que pudiera escapar a las cadenas de sentido y al lenguaje, como si el dolor fuera un sin-sentido. O “Morir en paz sin sufrimiento alguno es nuestra última conquista”, en la línea de que el sufrimiento es del pasado y ha de alejarse en esta época del goce absoluto, donde un Emilio Lledó ha llegado a contradecir a Heidegger y afirmar en un subidón denegacionista que “el hombre no es un ser-para-la-muerte”. Ruiz Mantilla: “No nos podemos fiar de un religioso católico en uno de estos comités. Siempre barrerá para casa. Hacia la crucifixión paliativa. No van a dejarnos morir dignamente”. Como si pudiéramos fiarnos según esa idea de cualquiera con tal de que tuviera el pedigrí científico aún cuando su axioma fundamental, su fantasma inconsciente básico fuera “hay que sufrir siempre y en todo momento”.

Parece más acertado, aunque erróneo, el comentario de un editorialista del periódico más leído: “Considerada como institución, la Iglesia no sólo ha contado con sacerdotes considerados como un ejemplo de sabiduría o de rectitud, sino también con otros que han perpetrado crímenes en nombre de la fe, han bendecido ejecuciones o han cometido graves delitos como la pederastia. No es, pues, la simple pertenencia a la jerarquía católica, sino la dedicación o, en su caso, la trayectoria de cada individuo, sea religioso o no, lo que puede hacerle competente para formar parte de un órgano consultivo en materia de ética.” Que va en la línea de un presidente del comité de ética del Hospital de Txagorritxu, en Vitoria, cuando recuerda que la presencia en el comité es voluntaria y que, de entrada, no diría que no a la presencia de un sacerdote en el mismo: "se estudia su perfil. Lo que se trata es de evitar a los dogmáticos, sean religiosos o no".

En “La enfermedad del dogmatismo”, un profesor de Bioética parece acertar. Pablo Simón habla de requisitos para formar parte de los CAE (Comités Asistenciales de Ética), como el de no ejercer violencia para imponer el punto de vista o reconocer al resto como “interlocutores válidos en condiciones de simetría moral”. Luego el criterio de exclusión de un sacerdote, de un ciudadano de a pie –que han de estar y que es algo muy importante y que el autor señala así– no puede ser su creencia, sino su intolerancia, lo que invalida para formar parte de un comité de ética tanto a un sacerdote como a un médico, o a un jurista o a otro profesional aún cuando sea un especialista en bioética.

Y recuerda algo que el coro de los cientifistas olvida. Que el primer comité de ética asistencial de España lo crea un jesuita español, –al parecer un amante del pluralismo y enemigo del dogmatismo–, el P. Francesc Abel.

Luego el asunto es el dogmatismo y la imposición de argumentos, el creer que no existe el pluralismo moral, la incapacidad de muchos sujetos para dialectizar una decisión. Eso es lo que ha de contar, no si el ciudadano presente en el comité de ética es o no sacerdote.


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