miércoles, 19 de marzo de 2008

El duelo permanente



El dolor normal por la muerte de un ser querido es normal. El dolor extremo también. Ambos necesitan tramitarse con las propias fuerzas. Pero cuando el dolor no puede negociarse bien, y se enroca, se enquista, entonces estamos ante un duelo aplazado que puede durar años, o parte de una vida.

Ahora, unos tipos -que se dedican a las clasificaciones médicas en salud mental- hablan de incorporar nuevas enfermedades al nuevo sistema de clasificación, el DSM-V, que saldrá en unos años. Entre ellas destacan dos, la compra compulsiva, y el duelo permanente. Argumentan que se encuentran con frecuencia casos en donde el dolor se ha hecho cíclico y no se logra superar la pérdida de un ser querido.

Buena parte del problema radica, a mi entender, en el diferente modo de abordaje de lo que es un duelo. Cuando se pretende encarar el asunto con soluciones químicas exclusivamente, el resultado es la pastilla perpetua, lo mismo que cuando precipitadamente se administra un psicofármaco. Pero cuando se construye el duelo paso a paso, cuando se simboliza lo que ha representado la muerte del otro, es decir no cuando se piensa en el objeto perdido sino en el objeto que se ha sido para quien ya no está, cuando se despliega suficientemente esto, el dolor entra en un cauce y no presenta la faz salvaje que contamina toda la vida de deseo. Que hace del dolor un todo sólido inamovible.

La figura de la petrificación del dolor es una constante en el ensayo y en la literatura. Así, Montaigne en sus Ensayos ya nos legó su referencia a Niobe quien tras perder siete hijos y después siete hijas quedó transformada en roca, petrificada por el dolor. Eugenio Trías, en El canto de las sirenas, recuerda la música de Webern que aludía al verso de Trakl: “El dolor petrificó el umbral”. Freud, en Duelo y Melancolía, ya nos advierte de las conexiones entre ambos y la sutil pendiente que conduce de uno a otra.

Por eso, y aunque no conviene confundir el delirio de indignidad con el dolor transitorio, y ni mucho menos con el dolor de existir o con la cobardía moral, no hay que esperar mucho de la conceptualización de nuevas enfermedades. Más bien conviene leer lo que sucede en una época en la que han desaparecido muchos de los instrumentos que antes teníamos para tramitar el dolor, el consenso que había en cuanto a las formas, frente a un momento social en que se afirma que hay que disfrutar a tope y siempre, que la felicidad es obligatoria, y que no es bueno esperar, porque hay soluciones rápidas y para todos, ya que ‘nada es imposible’. En este contexto, el dolor y el tiempo lógico –que no sólo cronológico-de duelo es una especie de antigualla que conviene suprimir por la vía rápida.

Los retornos de los duelos mal elaborados, rápidamente ventilados, o ni siquiera comenzados, -en casos extremos se llega a negar la evidencia de la desaparición del otro- son su absurda perpetuación, y ahora, al darle un nombre y una casilla en el nuevo sistema clasificatorio, se comete el error de solemnizar el duelo permanente como algo no sólo enfermizo sino vitalicio. Y ya se sabe, ante cada nueva aparición de una casilla en el sistema clasificatorio, nuevas ficciones de identidad, y nuevos agrupamientos sociales en torno a la enfermedad, nueva asociación de enfermos afectados.

Y la responsabilidad subjetiva intacta.

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