viernes, 15 de febrero de 2008

El trastorno amoroso




Los enamorados sufren importantes trastornos a causa de su estado, sean o no correspondidos. Atravesados por el coup de foudre de Sthendal, por ese fulminante enamoramiento que los ha transportado a una nube, se debaten entre la inmensa felicidad, la risa boba, el aire atolondrado y la más rabiosa preocupación por la posible llegada del desamor o por los enemigos que acechan. Que están trastornados lo saben casi todos a su alrededor y a veces hasta ellos mismos.

Es la otra faz de las conmemoraciones, de los días dedicados a los enamorados, días para echar sal en la herida sangrante que es un amor no correspondido. O un amor en silencio, oculto a la mirada de los otros, imposible.

Pero hoy, a la altura de nuestra época, hay rasgos de nuestro tiempo que pueden leerse también en las historias de amor actuales.

Históricamente un elemento de sufrimiento amoroso era la espera. En los tiempos en que esperar era lo acostumbrado y las cartas tardaban días o semanas en llegar, no se producían los ataques de ansiedad de la época del SMS. Hoy, cuando los tiempos de espera -para cualquier cosa- no gozan de buena salud, el sufrimiento amoroso se tiñe de insoportables crisis de ansiedad.

Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso tiene un capítulo dedicado al “Sin respuesta”, y dice del mutismo lo siguiente: «el sujeto amoroso se angustia de que el objeto amado responda parsimoniosamente, o no responda, a las palabras (discursos o cartas) que le dirige». La angustia, pues, acecha siempre al enamorado. La dificultad para el amigo o confidente del enamorado está en desangustiar sin desenamorar.

Y la ansiedad, que no es la angustia, estropea por general lo que hubieran podido ser buenos amores. Por apresuramiento. Como lo quiebra el enlentecimiento, la falta de decisión, la postergación sine die, mal que porta con frecuencia tanto el indeciso pertinaz como el cobarde.

Pero lo más curioso del momento que vivimos es cómo se enmascara el trastorno amoroso detrás de otros muchos trastornos, dolores y enfermedades que se suelen llevar envueltos en otro formato al médico, o a otro especialista, bajo el disfraz de padecimientos corporales varios, de ebulliciones en la piel y en otros órganos, de somatizaciones diversas, de malestares difusos, de recaídas de antiguas enfermedades ya superadas. Y el especialista, el científico de nuestra época, imbuido de la certeza de que todo puede evaluarse, somete al pobre enamorado a sesudo estudio médico, a amplia investigación experimental otorgándole a la postre una etiqueta diagnóstica moderna, cuando no se trata sino de un profundo trastorno amoroso, de un intenso dolor del alma que dirían los clásicos, cuando se sabe que el enamorado siempre ha escrito, cual Machado, renglones repletos de burla al dolor y a la enfermedad: junto a ti, nada me duele, contigo pan y cebolla. Por no mencionar a Aristófanes.

El trastornado ha hecho un síntoma para desplazar su cortante herida de amor. La sabiduría popular lo captó muy bien siempre al hablar de “penas de amor”, de gentes que literalmente se pueden colocar al borde de la muerte o que presentan conductas de riesgo, que no dan una en sus profesiones, o en sus negocios, o en sus estudios, afectados por un mal difuso, reacio a las clasificaciones pero certero, el mal de amores.

Es curioso que el vecino ilustrado, y la gente de la calle, acierten en su diagnosis mucho más que los sesudos científicos de la clasificación y la evaluación. Y que sepan que la edad cronológica del enamorado no cuenta. Y que acepten que cuando alguien entra en ese estado, afectado por su singular coup de foudre, casi todo se le puede disculpar. Y que reciban con humor sus ocurrencias, sus desvaríos, sus despistes. Y que reciban todo ello como un soplo de aire fresco, que nos reconcilia con el deseo de vivir, hasta el punto de justificar que los enamorados vivan su historia ajenos a convencionalismos, prejuicios y morales de vía estrecha. Y que se presten a servir de coartada cuando los enamorados no pueden sino prestarse a vivir su sueño, que a veces no dura más que nueve semanas y media, y otras sesenta años.

Y no es necesario referirse a las celotipias, pues el celoso patológico presenta otras certezas, no las dudas que acompañan siempre al enamorado. Más bien hay que hablar de los amores imposibles, los amores inciertos, los amores no correspondidos.

Quizá el auténtico problema de quien padece el trastorno amoroso es que no hay amor que no tenga una dosis de no correspondencia, una cantidad no despreciable de incertidumbre, un mucho de imposible.


3 comentarios:

Don Asperillo dijo...

Creo que se va usted haciendo mayor...

FERNANDO MARTÍN ADURIZ dijo...

Ojala que fuera como Usted dice y me hiciera mayor de una santa vez...

Anónimo dijo...

La constante búsqueda del UNO (y no me refiero al de Plotino) es la caracteristica de la especie humana, y es la creencia de haber encontrado ese UNO la que nos hace felices, desgraciados, eufóricos y temerosos a la vez.
Diógenes buscaba un hombre justo, el resto un alma para ajustarnos, pero en tanto que cambiantes, lo tenemos dificil, disfrutemos pues de la búsqueda.