domingo, 22 de julio de 2007

Venecia




El sestiere del Dorsoduro es la pieza que destacaría en un viaje a Venecia, si se quiere, en tanto turista, huir del turista, que es la contradicción princeps que venimos sosteniendo en estas crónicas veraniegas.

Si se quiere visitar la ciudad con turistas hay que quedarse en la Piazza San Marcos, el salón más elegante de Europa, según Napoleón.

Pero si se quiere recorrer una ciudad absolutamente diferente al resto, sin el eco lejano de los automóviles, en medio de la calma de las lagunas y los recovecos de sus calles, hay que visitar el barrio del Dorsoduro sin prisas.

La ciudad se hace insufrible para los venecianos, harto de turistas, pese a que somos ya para ellos, la primera industria. La ciudad vio nacer a un Marco Polo, que recorrería el mundo, y a un Casanova, pertinaz apasionado de vivir el fantasma de ser siempre el desconocido de la siguiente, ejemplo de la búsqueda constante de relaciones de impostura, quien en sus Memorias acierta a confiar que «…no tengo nada, todo lo he tirado, y esto me consuela y me justifica».

Partiendo de que no son los venecianos lo mejor de la ciudad, y de que esto, también suele ser norma en muchas otras ciudades que superan en elegancia a sus vecinos, hay posibilidad de recorrer varios rincones extraordinarios. Citaré en primer lugar, el Palacio Venier dei Leoni, en el Canal Grande. Allí está la Colección Peggy Guggenheim, museo más importante de Italia, tanto en arte europeo como americano de la primera mitad del XX. Pero sobre todo, el espacio físico es envolvente, único para detenerse en no importa qué rincón, en lo que los venecianos llaman "il palazzo non finito". Y no perderse, entre otros, el cuadro de Dalí, “El nacimiento del deseo líquido”.

Y no muy lejos, en la Galería de la Academia, “La tempestad”, de Giorgione, puede ser el cuadro que más logre captar la atención del viajero.

Sólo recorrer el Canal de la Giudecca, y por supuesto el Gran Canal en los vaporetto, ida y vuelta, como el vecino ilustrado hiciera tantas veces en la calle mayor arriba calle mayor abajo, llena un viaje.

Y, al fin, si se quiere emular a un Thomas Mann, viajando a Venecia en 1911, hay que leer antes de visitar la ciudad, La muerte en Venecia, y las reflexiones del personaje Aschenbach, y luego ir corriendo a ver la película homónima de Visconti. Después, se podrá armar el particular y subjetivo mundo de lo que, para cada uno, representa la llegada, en un momento dado, de la decadencia,- de lo que nadie se libra, pues, podemos ‘leer’ nuestra vida como episodios constantes de decadencia, aunque también como de nuevos enganches con el deseo-.

Si nadie se libra de los fenómenos de decadencia, es mejor, entonces, encontrar allí el romanticismo de esa belleza decadente, tras la correspondiente limpieza absoluta de todo atisbo de nostalgia por el objeto perdido.

De Venecia se puede ir, directamente, a una biblioteca de vecino ilustrado, a leer a Isaiah Berlin y su excelente Las raíces del romanticismo. De Venecia, la ciudad decadente, a una buena biblioteca. Giacomo Casanova finalizó sus días, recordemos, en la biblioteca del conde Waldstein.


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