viernes, 4 de noviembre de 2016

CUENTO


La ciudad dormida que no recordaba sus sueños cuando iba al psicoanalista

Cuento para el II Maraton de Cuentos de la Biblioteca Pública de Palencia, 4 de noviembre de 2016.


         Las ciudades comenzaron a ir al psicoanalista. Había llegado un tiempo en el que se veía bien que durante una temporada al hacer algún síntoma, visitaran a un psicoanalista, y tras un pequeño tiempo de entrevistas cara a cara, un buen día, cuando ya podían empezar a leer solas su propio inconsciente, el psicoanalista las invitaba a tumbarse en el diván y comenzaban a expresar poco a poco sus temores, sus síntomas más conocidos, a hablar consigo mismas, a desahogarse, a quejarse de las ciudades de al lado que recibían más cariño, a desear deshermanarse con alguna que era demasiado posesiva y vanidosa. Hasta ahí todo normal, el análisis de estas ciudades era tan normal como el análisis de un sujeto individual.
         Para representar a la ciudad se escogía a una persona media, normal, la que mejor podía expresar en palabras la auténtica esencia de una ciudad concreta. En algunas ocasiones iba el propio Alcalde, en otras un probo juez muy conocido, en otras un funcionario de Hacienda muy colaborador, en algunas el director del periódico local, y otras ciudades tenían por norma enviar cada año al psicoanalista al dueño del bar más concurrido pues se pensaba que conocía muy bien las conversaciones de todos, lo que soñaban, de lo que se quejaban. Una ciudad en concreto envió un buen día al taxista más veterano. 
         A base de años, Ignacio había acumulado un saber muy preciso acerca de su ciudad. La suma de tantas charlas breves en sus carreras con el coche, por su pequeña ciudad, le había proporcionado un innumerable tesoro de confidencias que le hacían depositario del acervo medio de su ciudad. Ignacio sabía de lo que su ciudad hacía síntoma. Además Ignacio era un gran experto en podcast, y un gran lector. Se sabía de memoria el famoso artículo de Virginia Woolf, “Horas en una biblioteca”, especialmente esas conocidas líneas que quien más o quien menos habían servido para dar la brasa a su psicoanalista: «Por otra parte, un lector ha de poner coto al deseo de aprender ya desde el comienzo; si el saber se le pega, excelente, pero ir en busca del saber, leer de acuerdo con un sistema, convertirse en especialista, o en una autoridad, es algo que tiene todas las trazas de acabar con lo que preferimos considerar como una pasión más humana, una pasión (y aquí viene la frase) por la lectura pura y desinteresada»
         Así pues, Ignacio, comisionado por la ciudad, se dirigió a la consulta del psicoanalista una apacible tarde de verano, y tras una breve espera en una sala repleta de revistas lacanianas, pasó sin nervios, con aplomo de ser él mismo un poco psicoanalista en tanto taxista que escucha a narrar los síntomas de la ciudad que le enviaba. Cuando le preguntó el joven psicoanalista, con pinta de deportista, por la causa de su visita, fue lacónico: mi ciudad ha sido votada como la ciudad más triste de España. Y aunque lo hemos negado todos en los medios, y nos hemos convencido de que es falso, ha quedado grabado a sangre y fuego en nuestra alma de ciudad otrora alegre y faldicorta. Y desplegó los elementos de esa la tristeza que embargaba a su bella y desconocida ciudad. La genta no tenía mucha ilusión, la ciudad conmemoraba batallas y hechos acaecidos hace ya muchos años, elogiando el brillante pasado para ocultar su pessoano desasosiego presente y su muy incierto futuro. La ciudad recordaba muchas imágenes y fotos del pasado, de hecho sólo se publicaban libros de fotos del pasado, de calles del pasado, de escritores del pasado. Una ciudad que discutía absurda y acaloradamente acerca de los nombres que tuvieron sus calles o por la imprecisión de un dato que había aparecido en la prensa. Apenas se instalaban nuevos negocios, más bien paulatinamente se cerraban muchos comercios, y la gente envejecía. Envejecía eso si, lentamente, día a día, minuto a minuto, lo que hacía, decía Ignacio, más tedioso el vivir. Además el dinero estaba en un sitio llamado Caja de Ahorros y no invertido en nuevas empresas, con lo que el intercambio de objetos, que tanto gustaba antaño al menos, gastar, ya no apetecía, se prefería ahorrar. Y a muchas personas las llamaban cenaoscuras, pues, tal era su pasión por el ahorro, que incluso limitaban el consumo de la luz a la hora de la cena. Además las costumbres sexuales que antaño hablaban de mucha fogosidad en la cosa había decaído hasta extremos tan alarmantes que era una práctica que se consideraba de los más pequeños, cada vez más pequeños, a quienes se vigilaba estrictamente para prohibir tales gustos, mientras que los más mayores ya hacía tiempo que no tenían esa costumbre, tenían otras con las que gozaban más, especialmente, decía el taxista Ignacio, gozaban de hablar mal del de al lado, de, vamos lo que se suele decir, ponerlo verde.
         Desprestigiar al otro, especialmente al que deseaba moverse un poco en cualquier ámbito de la vida de una ciudad era el gran placer de la mayoría de los habitantes de esa ciudad. Con esa satisfacción, hacer un traje lo llamaban, tenían bien cubierta su satisfacción sexual, ese era su gran goce, a lo que se dedicaban con fruición. 
         Y el taxista decía que había grandes especialistas en la materia. 
         Claro, con esos mimbres, decía, la ciudad se había ido volviendo sombría. Ya casi nadie quería dedicarse a casi nada colectivo. Dejaron de celebrarse los Maratones de Cuentos de la Biblioteca Pública, pues nadie quería contar cuentos. Pues toda la ciudad era una gran habladuría, un gran maratón de cuentos, de rumores, de infundios cada día, un Maraton generalizado, pero de realidad inventada. La ciudad había entristecido, había demasiados odios recocidos a fuego lento, tipo claustro de profesores, y en definitiva, decía nuestro taxista, sólo escuchaba dimes y diretes, fulanitos y menganitos, y un “no se lo cuentes a nadie” tan generalizado que ya nadie confiaba en que se pudiera contar nada, de hecho como nadie hacía nada, tampoco quedaba ya mucho que contar. Decía Ignacio al psicoanalista que él pensaba que como casi nadie tenía vida propia, la vida de los otros, meterse en la vida de los otros, era casi obligado para vivir al menos un poco alguna vida.
         Y ahí venía el síntoma princeps de la ciudad, por lo que esta vez acudía al psicoanalista. No quedando ya nada que contarse unos a otros, resultó que de pronto ya nadie recordaba lo que había soñado la noche anterior. La tristeza de la ciudad la había hecho ciudad anestesiada, o mejor dicho, ciudad dormida. Y si alguien padecía de insomnio, lejos de acudir al psicoanalista para desentrañarlo, se chutaba con un hiperdormilón-grageas, que además impedía tener ni sueños ni pesadillas. 
Pero Ignacio sabía que la ciudad, como todas las ciudades, dormía y soñaba como todos sus habitantes, cuatro sueños cada noche, en color, una trama rápida, que en pocas imágenes recordaba que el soñante estaba vivo porque deseaba cosas. Pero ahora la ciudad no recordaba esos sus sueños. Era un grave problema. ¿Qué soñaba la ciudad? ¿Con crecer al otro lado del río, con construir un gran parque, con que venía Mister Marshall y dejaba una lluvia de inversiones, con sumergir el ferrocarril, con que no se cerraba tal o cual fábrica, con que el equipo de futbol subía de categoría, con unas fiestas alegres sin aburridos espectadores del jolgorio de unos pocos, con un gran certamen anual de algo como esa ciudad vecina? Nada, decía Ignacio, la ciudad no soñaba nada. O al menos él era incapaz de decir con qué soñaba la ciudad en la que laboraba con su taxi concurrido de gentes que antaño contaban sueños.
         Los sueños parecían haberse volatilizado. Y si los sueños representan el latir de una ciudad, mucho se temía Ignacio que su ciudad, (la que le había encargado acudir al psicoanalista a tumbarse en un diván y ver qué se podía hacer con ese síntoma de tristeza que invadía las calles, otrora ruidosas y bulliciosas con el trajín del ir y venir de la chiquillada, ahora enfrascada en la pantalla, que ya no jugaba en la calle a pico zorro y zaina, sino con juegos en red junto a chinos que conquistaban ciudades) mucho miedo le daba que su ciudad apareciera horonda, pagada de sí misma, encantada de haberse conocido, sin falta alguna, creyendo ser la mejor ciudad del mundo y despreciativa de esa encuesta que la situaba como la más triste de España. No es que estuviera triste, simplemente es que, le decían sus clientes, la ciudad siempre ha sido muy sobria, muy poco dada a excesos, muy cumplidora del deber kantiano.
         Pero un buen día Ignacio llevó a sesión un sueño, al menos uno, que había comenzado a escuchar en su taxi. El sueño tenía dos partes. En la primera un poco compleja, una niña vociferaba en la plaza más grande la ciudad. Era una niña sacada de una estatua de la ciudad, que embelesada mirando la cara de su maestro que con un libro en la mano la daba clase de algo, sentía un amor de repente por su maestro, y se enamoraba perdidamente de él, y le seguía cuando salía del colegio, y llegaba hasta su casa, y se quedaba mirando hacia el piso donde junto a su familia, vivía su admirado maestro. Y triste de nuevo caminaba hacia otro lugar, sola, cabizbaja, pero con esa sonrisa que tienen las niñas cuando están enamoradas, una cosa que sucede unos fugaces días en la infancia de una niña. 
Ignacio le preguntó al psicoanalista si esa primera parte del sueño que tanta gente comenzaba a tener en la ciudad quería decir que algo iba a cambiar. Al no obtener sino silencio del psicoanalista, de pronto exclamó: “ya sé, la niña representa el amor por el saber, el respeto por los que enseñan, el silencio ante la maledicencia, el candor de la bondad”. Sólo un ¡hum! obtuvo de los labios del psicoanalista, porque ya se sabe, los psicoanalistas guardan silencio, demasiado a veces. 

Sin embargo, el psicoanalista, para sus adentros, avanzó lo que ese sueño decía entre líneas, o mejor dicho, el reverso de ese sueño: todo el sueño parecía construido para esconder algo, la angustia de esa niña que como en el puente del cuadro Munch parecía venir para evocar las palabras del pintor noruego: «Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho. (…) Yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un grito interminable atravesaba la naturaleza.» Era 1893, y desde entonces la angustia se representa con ese cuadro de esa niña que vocifera un grito silencioso. El grito silencioso de las ciudades dormidas que no recuerdan lo que sueñan.

         Pero la segunda parte del sueño, del sueño que por fin la ciudad dormida recordaba, era lo que más había impresionado al taxista seleccionado para ir al diván. En esta segunda parte el sueño era muy breve, pues sólo se veía una imagen: “una multitud de gentes de la ciudad entraban en las bibliotecas, y allí leían y leían, y escribían, y escribían, y tuvieron que aumentarse los recursos, las personas que daban libros y aconsejaban lecturas. Y en los bares se veía gentes leyendo. Y en el autobús se veía más gente leyendo que en el Metro de París, que ya es decir. Y en los recreos los chicos leían libros aprovechando la media hora de descanso, y en los parques se instalaron improvisadas estanterías de madera que contenían libros usados que se intercambiaban, y se abrían tantas librerías en las calles que los bares se reducían en idéntica proporción. Era un sueño como el cuadro de La lectora sumisa, de Magritte, repetido una y otra vez en cada esquina de la ciudad”. 
Ignacio, el taxista, al narrar este sueño de pronto quedó en silencio. Un buen rato. El psicoanalista no se inquietó, pues solía ser normal que al contarle un sueño su analizante entrara en un profundo silencio que advertía de que algo iba a pasar, un silencio taceo, es decir, un silencio elocuente. 
         Ignacio recuperó por un instante el habla para avanzar su interpretación. Su ciudad se había vuelto loca, prefería leer a cotillear. De qué le hablarían desde ahora sus clientes, ¿de Foucault, de Blanchot, de Gamoneda, de Murakami…? ¿Ya nunca más de la que se van a pegar esos que quieren montar no sé qué cosa? Ahora entendía la razón por la que su ciudad no recordaba sus sueños. Sus sueños eran una impostura, prefería no recordarlos, la agitarían, mejor seguir durmiendo sin recordar sueños, mejor leer las intenciones malvadas del vecino de al lado, y mejor niñas que no se enamoren de su sabio maestro.
         Pese a todo, Ignacio decidió al salir de la sesión, promover que en los taxis, hubiera un gran cartel, con una sugerencia escrita: lleve algún libro y déjelo en mi taxi, y puede tomar prestado un tiempo el del viajero anterior. 
         Esa noche, dos enamorados paseando por una plaza, observaron una escena enigmática. Un taxista, iphone en mano, lágrima a punto, buscaba el mejor ángulo para robar una foto clandestina. Era Ignacio, de pie frente a la estatua de la niña eternamente esculpida, que embelesada miraba directa a los ojos del maestro que enseña.

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