DIARIO PALENTINO, 16 de junio de 2016
Escribir un libro
No sé bien lo que se
gana escribiendo un libro. Sé sin embargo que se busca otro pedazo más de amor,
otro signo de amor de alguien a quien llamamos lector. Pero ahora sé lo que se
pierde.
Es lo que le preguntó
a Claudio Magris un estudiante chino, ¿qué se pierde al escribir? Al escritor
de Trieste le pareció pregunta kafkiana, pero a mí me parece pregunta poco
laberíntica. Ya sé que siempre que decidimos algo, perdemos, pues justamente es
eso lo que hace tan magnífico el caso del indeciso/a, quien no acepta perder.
Pero la decisión insondable de escribir un libro, de seleccionar las letras,
los giros lingüísticos, los títulos, el orden de la narrativa, los libros que
se citan, los espacios en blanco, todo ese trabajo de decisión continua
requiere aceptar perder, como esas mudanzas en las que perdemos para siempre
algún objeto, o lo recuperamos como por arte de magia en un estante cualquiera
de la nueva casa años después. Aceptar perder es también la metáfora de una
vida, carrera continua de pérdidas, una tras otra, y desde la cuna.
Cuando pienso en los
esfuerzos gigantescos que hay que hacer para escribir un libro, incluida la
dosis de desesperación de la página en blanco, las horas puntuando un párrafo,
(¡un simple párrafo!), el libre vagar de la imaginación cuando se evoca un
episodio ya olvidado o un sueño por realizar aún, cuando pienso en todo ese
trabajo invisible y desconcertante de meses, de años, entiendo a Borges cuando
dice que deja la gloria de sus libros escritos a los otros, y que él se queda
con la gloria de los libros que había leído. Ser lector eterno otorga un placer
tan creciente a medida que pasan los años que justifica la existencia de
escritores sin libro o de escritores de un solo libro, de esos que dijeron cual
Bartleby, el personaje del relato de Melville, “preferiría no hacerlo”. Vila-Matas
colocó este exordio en su genial Bartleby
y compañía: «La gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir
bien; el de otros consiste en no escribir».
Desconozco qué lleva a
algunos escritores a no escribir nunca un libro, cuando oponerse a escribir
cuesta más que rendirse a los demonios de la escritura.
Por mi parte, después
de haber escrito durante trece años Mejor
no comprender, entiendo por qué he elegido el exordio que he elegido para
ese libro, y no otro. Pero ese velo espero levantarlo esta tarde ante los
lectores de esta columna que acudan a Casa Junco a su presentación.
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