Cuestionados, ninguneados, los padres de nuestro siglo hacen lo que pueden para cumplir con su función, y saben que siempre dependerán de ser autorizados y presentados simbólicamente, de que alguien externo a la función paterna les dé paso, les otorgue credibilidad, respete su autoridad. ¿Por quién autorizados? Por las madres. En buen número, hoy, optan por no conformarse con ser madres y quieren también ser padres.
Ay, la autoridad. ¿Dónde quedó ese bella capacidad para avergonzar tan inherente a quien encarna ese rol? La autoridad del padre, hoy, se quita con la rapidez con que se quita un sombrero. La quitan los abuelos, la quitan las mujeres, la quitan las madres. Y finalmente son los propios padres quienes retroceden cuando tienen que ejecutar un acto donde se puede poner de manifiesto su autoridad.
Así las cosas, al margen descerebrados y autoritarios, ocupar esa función de padre requiere su valor para una época que ha entronizado al goce frente a los ideales, en franca retirada.
En el reparto parece que ha de ser el padre quien haga de último dique. Como quiera que la presión para sacar adelante el propio goce, el de las mujeres, el de su majestad el niño, y el de los adolescentes perpetuos, es tan apabullante, el padre dimite, mira para otro lado, y finalmente es el juez, nuevo padre del grupo social, quien tiene que hacer de freno.
1 comentario:
Bien, un artículo claro, conciso, muy adecuado a la fecha y valiente.
Agustín.
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