La exageración, los altos adjetivos, la sobrevaloración, las inmensas expectativas de felicidad que se esperan del fútbol hace que en ocasiones todo parece desorbitarse. Desconozco lo que ha pasado anoche en la final romana, aunque deseo que gane, de entre los dos equipos europeos que la disputan, el equipo cuya victoria más beneficie a mi equipo favorito, del que soy enfermo incurable, el que tiene como portero a un chaval anuncio llamado Iker. Pero independientemente del resultado de anoche, la exageración seguro que ha hecho acto de presencia.
Todo se exagera porque el narcisismo común ha encontrado en el fútbol un filón para el ego. Las victorias futbolísticas sirven de coartada para la grandeza de las ciudades y los países que acogen a sus equipos, como si el éxito de una ciudad tuviera que ver con la destreza en dar patadas a un balón. No obstante, hay que admitir que la felicidad de los pueblos ha encontrado un cauce de expresión en las victorias de sus equipos en el césped. ¿Y qué otro motivo hay en nuestra época para salir en masa a festejar algo en las plazas y las fuentes?
El fútbol sostiene. La semana puede organizarse en torno a él, así como los viajes. Es una buena excusa para engañarse. Engaño para olvidarnos de lo trágico. De ahí que las metáforas bélicas, a vida o muerte, y lindezas varias, dan cuenta de la necesidad del aplastar al otro. Un otro, que si bien se constituye en objeto de odio, toma el relevo de algún otro cercano, familiar o rival, un otro al que precisamos machacar, humillar.
Si merced a un simple juego, que juegan otros, conseguimos sacar adelante nuestro odio, logramos entusiasmarnos junto a desconocidos, nos enlazamos con gentes que salen a la calle con las mismas señas de identidad, al menos nos hemos hecho un poco más civilizados. Antaño los enfrentamientos no eran deportivos sino belicosos. Se jugaban en el campo de batalla los absurdos pleitos de familia. Pagaban con su vida los de siempre.
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