viernes, 6 de junio de 2008

La felicidad no es divertida



Hay algo de esto, de acuerdo. Incluso últimamente ya empiezan a asomar voces escandalizadas con el asunto: la nota de época que embauca a diario al vecino a ser feliz. Siempre y en todo lugar. Pero ojo, que ahora se nos quiere convencer también de lo contrario, tal como un tal Wilson proclama en su reciente libro, Contra la felicidad. En defensa de la melancolía. Sin exagerar, querido, no sea que empiecen a aparecer seminarios de “habilidades melancólicas”, que ya se sabe cómo dispara de rápido el cognitivismo rampante.

Decía Schulz, padre de Snoopy, que la felicidad es una canción triste. Bueno. Está bien. Es una manera de decirlo. Pero de ahí a defender la melancolía como estado guay frente a la felicidad, es despistarnos mucho. Porque si el vecino ilustrado piensa que ser triste es lo sano, y que si no sabe estar triste, mal asunto, pues debería aprender a estar triste, sobre todo si ha leído a Aristóteles, que en su famoso Problema XXX, preguntaba por qué todos los hombres geniales eran melancólicos, entonces no vamos a detener la marea de depresivos.

Porque esa es otra, ha sido bautizar a las décadas como felices, los felices sesenta, los felices setenta, los felices ochenta y contemplar sus retornos: una ola de depresiones generalizadas. Una auténtica epidemia que crece paradojalmente a medida de que aumenta el bienestar, se asienta el Estado de bienestar, y la felicidad entra en la agenda política. La frase que mejor define esto, -recordada a menudo por el psicoanalista Miquel Bassols-, es propiedad de un político catalán, quien alarmado ante la avalancha de indicaciones de medicación antidepresiva, exclamó, sin saber muy bien lo que acababa de decir: “se recetan antidepresivos con demasiada alegría”.

Ni el tratado de melancolía de Brigth, ni la monumental Anatomía de la melancolía de Burton, por citar los que han mencionado los escritores de la Feria del Libro de Madrid de estos días en la presentación del libro de Wilson, ni tan siquiera el lógico Bertrand Russell en su Conquista de la felicidad, se atreven a defender la melancolía. Más bien alertan de su encuentro y apuestan por evitarla. Por eso cuando el poeta Luis García Montero afirmaba que "hay carcajadas que te hacen cerrar los ojos", creo que el dardo no es contra la felicidad sino contra el narcisismo reinante.

Porque tras tanto hablar de la autoestima y animar a los cursitos de habilidades sociales y de autoestima, nos encontramos con la vanidad de siempre ahora crecida y justificada, y entonces nos tocará empezar a bajar los humos al narcisista cotidiano, que hombre o mujer, no entiende cómo no hacemos como él y somos todos felices. Es más si se le da un cargo oficial, entonces, en consonancia con la idea de que es posible una nueva ciencia de la felicidad construida con los avances de la biología aplicada a lo mental, y los sombrajos de la inteligencia emocional, más el dominio y control de sí, asomará como ya han propuesto reformadores sociales ingleses, un gran programa sociopolítico tendente a que todos los ciudadanos sean felices mediante algunas breves terapias. Y si falla el asunto, que fallará, como fallaron los antidepresivos indiscriminados, nos bombardearán con máquinas expendedoras de píldoras de la felicidad instaladas en los centros de trabajo.

No obstante, mira por donde, coincido con Wilson cuando dice que prometer la felicidad absoluta es fabricar una cultura del miedo, y que merece la pena ser quienes somos, “hosquedad incluida". Pero mejor lo advirtió Flaubert: “Ser estúpido, egoísta, y estar bien de salud, he aquí las tres condiciones para ser feliz”. Aunque apostilló, que si faltaba la primera estábamos perdidos.


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