jueves, 27 de septiembre de 2007

Melancólicos




Son los más cucos. Son expertos en disfrazar su tristeza. Como decía el filósofo, el melancólico tiene una singular habilidad para esconder su pena mostrando, al contrario, su alegría. Kierkegaard sabía de qué hablaba porque él lo experimentó a lo largo de su infancia. Se acerca el otoño, metáfora del paso del tiempo y de la tristeza, y los melancólicos hacen su agosto.

Un disfraz sobre el disfraz es la política que desde hace un tiempo se emprendió ante la tristeza. Primero se le cambió el nombre. Se renombró a la tristitia, que tanto habían estudiado los clásicos, con el término de moda: depresión. Después, las bodas del positivismo y la biología alumbraron la especie de que al melancólico había que darle unas sustancias por vía oral para combatir su estado. Se convenció a todo un sector de la población, que creyó sinceramente que los nuevos productos iban a dar por finalizada la época de la tristeza y la melancolía. Así, pastilla a pastilla, se volvió la espalda al saber ilustrado, se enmudeció al melancólico y al decaído, y se pensó que se había encontrado la manera de librarse de escuchar el discurso circular de “estos pesados”. Aquellos polvos trajeron estos lodos: nunca antes había crecido tanto el consumo de fármacos antidepresivos, y lo que es peor, para alarma de autoridades sanitarias, nunca antes hubo tanta automedicación y sus consecuentes peligros.

Si se hubiese leído a Starobinski y su investigación concluyente en que las posologías de los melancólicos habían de doblarse para surtir efecto, o si se hubiera hecho caso a lo que decía Aristóteles en su Problema XXX, cuando se preguntaba por qué todos los hombres geniales eran melancólicos, acaso se hubiera contemplado a la tristeza y a la melancolía desde la pregunta por el deseo y sus juegos de camuflaje. Y su retroceder ante el deseo.

Atravesado ese momento de “¡todos depresivos!”, felizmente, se empezó a vislumbrar la salida irónica de las gentes más advertidas e ilustradas que acertaron a nominar como “estado depre” los estados de tristeza que nos visitan a temporadas o en momentos puntuales de la vida, y recurrieron al humor, al sentido y el sin-sentido del sentido del humor, al humor negro. Pero, pese a ello, se nos dice que estamos ante una auténtica epidemia que afecta a niños, ancianos, mujeres y todo tipo gentes de diversa condición social y económica.

El absurdo de las obviedades que se le dicen al triste para sacarle de su estado forma parte del conjunto de medidas tomadas desde las capas más ignorantes, parapetadas normalmente en los meandros de los edificios públicos, para generalizar el no-pensar. No les importa si el melancólico efectuó mal un duelo centrándose en quien perdió sin pararse a pensar en lo que perdió con él, como tampoco les importa un comino si “eligió” la caída melancólica como insondable decisión del ser. Se diría que hacen como el melancólico con sus autorreproches, es decir, camuflar sus invectivas contra el mundo exterior, o dicho de otro modo, envolver en un prospecto farmacéutico el esfuerzo de siglos de sabiduría y de pensamiento despierto.

Un estudioso del siglo XVI, el inglés Timothy Brigth escribió en su Tratado de Melancolía que de todas las huellas de melancolía ninguna es tan variada y plural como el llanto. Es decir que nos previno de las lágrimas de cocodrilo, aunque, muy divertido, estudió la salinidad de las lágrimas y su causa: el calor del ojo, y advertía con profundidad: «El llanto no dura tanto tiempo como la pena».

Todos los desatinos que el lector quiera, pero los nobles intentos de tantos ilustrados a través de los siglos, la lectura de sus esfuerzos, sus ideas más o menos imaginativas, valen más que todo el reduccionismo actual del tómate la píldora y calla.

Un ejemplo es el esfuerzo laberíntico de un Robert Burton para cernir el espíritu del melancólico dejándonos muestras admirables en su extensa Anatomía de la melancolía. Cuando hace años un ilustrado psiquiatra me regaló los tres tomos, dejó escrita su dedicatoria: “Para mi muy querido amigo, quien no cree que la melancolía esté producida por la bilis negra ni que se cure con purgantes… Bueno, allá el.” Toda una lección de advertencia irónica: los melancólicos resultan ser los más cucos.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Jalil Gibrán, al que acabo de conocer y ya me cae de cine, en su obra El Profeta dice sobre la alegría y la tristeza: "Vuestra alegría es vuestra tristeza enmascarada/ Y del mismo pozo desde el que brotaran vuestras risas, a menudo rebosa con vuestras lágrimas (...)/ Cuanto más profunda se abra la tristeza en vuestro ser, aún mayor será la alegría que podáis contener (...)/Cuando estéis contentos, mirad en el fondo de vuestros corazones y encontraréis que sólo aquello que os produjo tristeza es lo que os da vuestra alegría./Cuando la tristeza os ahogue, mirad nuevamente en vuestro corazón y veréis que en verdad estáis llorando por lo que fue vuestro deleite./ Algunos de vosotros dirán: "Es más importante la alegría que la tristeza". En cambio, otros dirán: "No, la tristeza es lo más importante"/ Pero yo os digo: ellas son insuperables./Juntas vienen, y cuando una se sienta sola con vosotros a vuestra mesa, recordad que la otra está dormida sobre vuestra cama./Realmente estáis suspendidos como los platillos de una balanza entre la tristeza y la alegría./Sólo cuando estéis vacíos os mantendréis parados y en equilibrio (...)